El cristiano y el virus Covid-19, o cómo explicar los miedos patológicos del hombre contemporáneo
La proliferación del virus Covid-19 es, en este contexto, un motivo de verificación y fortalecimiento en la fe. La actitud del cristiano ante estos acontecimientos, al igual que ante las demás pruebas en esta vida, debe ser una llena de discernimiento.
La actual agitación causada por la diseminación del virus Covid-19 por todo el mundo, incluso en nuestro país, ha generado consecuencias no solamente en el terreno de lo estrictamente médico, sino también un pavor extremo, manifestado en un temor muchísimo más grande que los mismos —y nefastos— efectos de la epidemia: compras compulsivas y un comportamiento dominado por el pánico. En última instancia, todo esto demuestra el profundo arraigo del hombre contemporáneo al mundo y a la vida presente, y también su ignorancia en lo que concierne a la vida espiritual y la salvación.
Sobre el santo temor del cristiano de antaño y los numerosos y paralizantes miedos de un mundo que se aparta cada vez más de su origen —Dios y la fe perseverante en Él— nos habla, con un realismo y lucidez extraordinarios, uno de los más amados santos de la Grecia contemporánea y de la Ortodoxia universal, San Paisos el Hagiorita, quien partiera al Señor en 1994, siendo canonizdo por el Patriarcado Ecuménico en 2015.
En su humilde cabaña en el Santo Monte Athos, llamada “Panaguda”, era visitado diariamente por cientos de peregrinos que buscaban su consejo y consuelo. A pesar del cáncer que padecía —que él mismo le pidió a Dios para poder confortar en el sufrimiento a los que sufren de esa terrible enfermedad —, recibía con cariño a todos, decidido a ofrecerles un consuelo espiritual y orientarlos a la verdadera felicidad, que es también espiritual. En el jardín de su cabaña tenía un tronco enorme, que hacía las veces de mesa, rodeado de otros más pequeños, utilizados como sillas para los peregrinos que le visitaban y le escuchaban, recibiendo siempre un alivio extraordinario para sus problemas espirituales.
Es muy conocida la culminante muestra de amor de San Paisos, ciertamente parecida al amor de Dios por Sus criaturas. Una vez, ante la insistencia de sus discípulos, quienes le pedían que les diera un último consejo, a modo de “testamento moral”, San Paisos les dijo: “¡Cómo quisiera sacarme el corazón, cortarlo en pedacitos y darle un trocito a cada uno de ustedes! ¡Después de eso ya podría morir en paz!”.
Meditando “con dolor y amor” sobre el mundo y el hombre contemporáneo, como el título de un libro que nos legó [1], San Paisos considereba que este mundo se parece a un manicomio, a un hospital psiquiátrico, y decía que cuando las iglesias se queden vacías, las cárceles y los manicomios se llenarán a rebosar. El mundo, decía, es como “un barril de pólvora”, lleno con un sinfín de problemas, unos más graves que los otros, que está a punto de explotar.
La familia contemporánea, a su vez, enfrenta pruebas cada vez más duras, especialmente porque los esposos se han convertido en una suerte de “petardos”. Ni bien entran a la casa, empiezan los reproches, las riñas, los insultos, los divorcios... Por esta razón, a un joven que le pidió un consejo para la vida de familia, San Paisos le respondió, en broma, que le daba permiso para discutir con el mundo entero, pero no con su esposa, y a la mujer le dijo que le autorizaba reñir con todos, pero jamás enfadarse con su marido. Y aún más bellas parecen las palabras que le dijo a un joven que le pidió un consejo sobre cómo encontrar a la compañera de vida ideal: San Paisos le respondió que buscara una persona que “le ofreciera descanso a su alma”.
El mismo padre Paisos, meditando y haciendo una radiografía del mundo contemporáneo y del alma del hombre actual, decía que antiguamente el hombre tenía un solo temor, el santo temor de Dios. Pero no era un temor agobiante, como el que se siente ante un soberano duro e implacable o ante un tirano que espera cómo castigar inmediatamente cada falta o maldad. Sino el miedo que siente el hijo a no enfadar a su padre, que es bueno y amoroso, que jamás ha entristecido a su hijo, sino que, al contrario, ha dedicado toda su vida a hacerle feliz.
Este santo temor hacía que el hombre viviera bellamente y en virtud, en el amor a Dios y en la comprensión y el respeto hacia sus semejantes. Y, viviendo de una forma tan excelsa, alcanzaba la felicidad de este mundo y también la de la vida eterna. Actualmente, consideraba el padre Paisos, en la era de la ciencia y la tecnología, del progreso y la emancipación, cuando el corazón del hombre se ha vuelto de “acero”, insensible ante el dolor ajeno e incluso ignorante del propio, el santo temor de Dios ha sido expulsado del alma del hombre. “¿Cómo seguirle temiendo a Dios, cuando vivimos en el mundo de la ciencia y la información? ¡Eso es cosa de la Edad Media!”. Y, al haber desaparecido del alma del hombre ese temor puro y enaltecedor, señalaba San Paisos, al alma del hombre han entrado muchos más temores, unos más terribles que otros: el miedo a la muerte, al cáncer, a la enfermedad, al desempleo, a los ladrones, a que nos causen algún daño material, el “miedo al miedo”, etc.
Pero, sin duda, uno de los temores más perversos es el “miedo al otro”, el temor a nuestros semejantes, esos a los que el cristianismo llama y considera nuestro “prójimo”. Y esto ha sido confirmado en diversos manuales de psicología y psiquiatría.
Así, la edición del año 2000 del Manual de diagnóstico y clasificación estadística de los trastornos mentales considera que, en esos años, el temor más común, más padecido en el mundo, era el temor a hablar en público, presente en el 60% de las personas, probablemente como consecuencia de un estilo reactivo de educación, basado en amenazas y castigos. Por el contrario, hoy en día tiene más credibilidad el modelo proactivo de educación, mismo que alienta y estimula el esfuerzo del niño.
La última edición del DSM, que es la quinta [2], publicada en 2013, constata que el temor más grande del hombre contemporáneo es otro: la “fobia social” o “ansiedad social”, es decir, el “miedo a los demás”. Es el temor a los extraños, a nuestros colegas, a nuestros amigos, a los miembros de nuestra familia, incluso a uno mismo... y también el “miedo al miedo”. El miedo a ser seguidos y vigilados, con el propósito de ser juzgados y criticados, acusados y condenados. Tenemos, así, la posibilidad de observar cuánta razón tenía San Paisos cuando hablaba de los miedos que desgarran el alma del hombre contemporáneo, causados por sus propios pecados y pasiones, de los cuales ya no es consciente porque se ha acostumbrado a ellos, a tal grado que, aún sin considerarlos algo bueno, sí cree que son algo “normal”. Como bien decía el padre Paisos, en los tiempos que han de anteceder al fin del mundo, los pecados serán la tendencia, serán elogiados y cultivados, apreciados y aplaudidos, en tanto que las virtudes serán atacadas y menospreciadas, humilladas y perseguidas en el alma de los pocos cristianos que sigan creyendo en ellas y todavía busquen la felicidad al cumplirlas, a pesar del oprobio casi general.
Ante semejantes peligros, sucesos y situaciones límite, el cristiano verdadero debe dirigir su vida entera y su esperanza al auxilio de Dios, Quien dispone lo que es más provechoso y redentor para nuestra alma, tanto por medio de cosas positivas, como por medio de las pruebas o los sufrimientos involuntarios.
La proliferación del virus Covid-19 es, en este contexto, un motivo de verificación y fortalecimiento en la fe. La actitud del cristiano ante estos acontecimientos, al igual que ante las demás pruebas en esta vida, debe ser una llena de discernimiento, dividida en tres partes. En primer lugar, el cristiano está obligado a hacer todo lo que pueda para prevenir la enfermedad; y, si esta empieza a afectarle, debe luchar con todas sus fuerzas para sanar. En todo esto debe tomar en cuenta y respetar las recomendaciones de los médicos, convencido de que ellos son la “mano de Dios” extendida hacia el mundo para ayudarlo a sanar física y espiritualmente. Pero, ante todo, el cristiano debe dirigir su mente y sus oraciones fervientes a nuestro Misericordiso Dios, Médico de almas y cuerpos, de Quien viene “todo beneficio y todo don perfecto”, para nuestra salvación y la del mundo.
En otras palabras, no sintamos miedo de enfrentar, al lado de Cristo, la enfermedad, sin importar cuál sea esta. Antes temámosle a vivir aparentemente sanos con el cuerpo, pero enfermos y débiles con el alma.
[1] Venerable Paisos el Hagiorita, Cuvinte duhovnicești. I. Cu durere și dragoste pentru omul contemporan [Palabras espirituales. I. Con dolor y amor para el hombre contemporáneo], traducere din limba greacă de Ieroschim. Ștefan Nuțescu, Schitul Lacu-Sfântul Munte Athos, Editorial Evanghelismos, Bucarest, 2003
[2] American Psychiatric Association, DSM – 5. Manual de diagnostic și clasificare statistică a tulburărilor mintale [Manual de diagnóstico y clasificación estadística de los trastornos mentales], ediția a 5-a, traducere: Dr. Mădălina Cristina Goia, Dr. Cristina Amelia Botez, Dr. Anca W. Gheorghiu, Dr. Cristina Gabriela Popp, Dr. Adriana Mihaela Mosor, Dr. Mariana Minea, Editura Callisto. Bucarest, 2016, p. 203