El inefable poder de la humildad
La humildad no es solamente una forma de ganarnos el auxilio divino y poder ser escuchados por Dios.
Bienaventurado y tres veces bendito es aquel que logra ataviarse con este atuendo espiritual, porque se está vistiendo con la túnica de Cristo, como bien dice San Isaac el Sirio: “La humildad es el manto de Cristo”. E insiste: “La humildad nace en el corazón del hombre, también gracias a sus oraciones, porque es cierto que incontables son las plegarias del que necesita el auxilio de Dios. Así, mientras más ora, más humilde se vuelve su corazón. Es imposible que haya alguien que, orando y pidiendo, no se haga humilde”.
La humildad ha sido, desde siempre, motivo de encomio, honra y exaltación hacia todos los santos de Dios, especialmente hacia la Santísima Madre de Dios. Pero también tenemos que entender la preponderancia de la infinita humildad de nuestro Señor y Dios, Jesucristo, quien se humilló a Sí Mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. La humildad no es solamente una forma de ganarnos el auxilio divino y poder ser escuchados por Dios, en momentos de angustia: la humildad es también un motivo para hacernos herederos del Reino de los Cielos, según el testimonio de nuestro Señor Jesucristo, Quien dijo: “El que se haga pequeño como este niño, ese es el más grande en el Rreino de Dios” (Mateo 18, 4).
(Traducido de: Arhimandritul Cleopa Ilie, Îndrumări duhovnicești pentru vremelnicie și veșnicie, Editura Teognost, Cluj-Napoca, 2004, p. 301)