El medicamento que el mundo de hoy menosprecia
l cristiano, agobiado por el peso de sus pecados, acude al sacerdote con un arrepentimiento profundo en el alma y le confiesa completamente los secretos de su corazón y de su conciencia.
El Sacramento de la Confesión podría ser llamado, con toda razón, un “medicamento olvidado”. El mundo entero yace sumergido en la maldad. Cada uno de nosotros se ha contagiado de la mortal enfermedad del pecado. ¿Es posible sanarla? ¡Sí, hay un medicamento para ella! ¡Y es uno maravilloso! ¡Si lo tomas, sanas! Sin embargo, la mayoría de nosotros rehúsa extender las manos hacia él y reconciliar su propia conciencia. Porque lo hemos olvidado y lo menospreciamos.
“¿Por qué quieres morir, oh casa de Israel?”, clama con dolor el Santo Profeta Ezequiel. “¿Por qué, cristianos, queréis morir en vuestros pecados?”, nos pregunta con pesar nuestro Señor Jesucristo. “¿Es que no os podéis librar de la muerte? ¿Por qué os gusta tanto alegrar al enemigo de vuestra salvación, el maligno? ¿Acaso no dejé en Mi Iglesia la beneficiosa contrición? Yo no quiero la muerte del pecador, sino que vuelva a su camino y pueda vivir. ¡Salid lo antes posible del mal camino! (Ezequiel 33,11) Tenéis el don del Arrepentimiento, que es un bien eterno”. Y ese don obra con la misma fuerza durante toda nuestra vida y en contra de todos los pecados; purifica toda falta y salva a todos los que corren a Dios, aunque lo hagan en su último instante, justo antes de morir.
Para las enfermedades físicas hay medicamentos terrenales. Mas, para la más grave de las enfermedades, el pecado, hay un Médico Todopoderoso y Celestial, además de distintos remedios divinos. Este Médico es Jesucristo. Debido a que cada pecado es una infracción a la santa ley de Dios, sólo Él en Su Omnipotencia puede perdonar los pecados. Sólo Él puede hacer que todos los pecados sean borrados, tal como si no hubieran existido jamás. “Así fueren vuestros pecados como la grana, cual la nieve blanquearán. Y así fueren rojos como el carmesí, cual la lana quedarán” (Isaías 1,18), promete Él. Sin embargo, para que todo esto se realice, se nos pide una sola cosa: que nos arrepintamos con sinceridad. “No hay nadie tan bueno y misericordioso”, dice San Marcos el Asceta, “como el Señor. Sin embargo, Él no perdona los pecados de quienes no se arrepienten” y “seremos juzgados no por la cantidad de nuestras faltas, sino porque no queremos arrepentirnos”. Así, el Señor, en Su Omnipotencia, puede perdonar todos los pecados de los hombres. ¡Qué difícil parece, pues, obtener la misericordia de Dios! ¡Pero Él les confió a determinadas personas —los apóstoles y sus sucesores, los obispos y los sacerdotes— el poder de perdonar los pecados!
¿Por qué hizo esto Dios? Para hacer el arrepentimiento y, por ende, el perdón de los pecados, algo más cercano, más fácil y más certero. “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Juan 20, 22-23). “Yo os aseguro: todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo” (Mateo 18,18)
¿Cómo son perdonados los pecados? Por medio del Sacramento del Arrepentimiento, o Confesión. El cristiano, agobiado por el peso de sus pecados, acude al sacerdote con un arrepentimiento profundo en el alma y le confiesa completamente los secretos de su corazón y de su conciencia. El sacerdote, confiando en el arrepentimiento sincero del fiel, después de las oraciones de rigor, lee también la oración que consuma el sacramento: “Que nuestro Señor y Dios, Jesucristo, con el don y las misericordias de Su amor por la humanidad, te perdone a ti, hijo/hija (N), y te exima de todos tus pecados. También yo, indigno sacerdote y confesor, por el poder que me fuera confiado, te perdono y te absuelvo de todos tus pecados, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.”
(Traducido de: Arhim. Serafim Alexiev, Leacul uitat Sfânta Taină a Spovedaniei, Editura Sophia, București, 2007, p. 30-34)