El precio de la codicia
Mientras corría, un pensamiento ocupaba su mente: “¡Necesito abarcar más y más terreno! Después veré cómo regreso…”.
Hace mucho tiempo, en un país muy lejano, el rey del lugar hizo llamar a un aldeano cualquiera, y le dijo: “Deseo darte tanta tierra como puedas abarcar corriendo. Vendrás mañana temprano y empezarás a correr, y te detendrás con el ocaso”.
Así lo hizo el hombre. Al día siguiente, cuando apenas empezaba a despuntar el alba, se presentó nuevamente ante el rey, y a una orden de este, empezó a correr. Y corrió kilómetro tras kilómetro, deseoso de llegar lo más lejos posible, sabiendo que todo ese terreno sería suyo. Mientras corría, un pensamiento ocupaba su mente: “¡Necesito abarcar más y más terreno! Después veré cómo regreso…”.
Cuando empezó a atardecer, el hombre decidió que era el momento de volver. Cada vez oscurecía más. Ansioso por llegar lo antes posible a donde le esperaba el monarca, quiso correr más rápido, pero pronto las fuerzas empezaron a flaquearle. Primero sintió que sus piernas no daban más de sí, y, en un momento dado, también el corazón comenzó a fallarle. Como pudo, llegó a donde estaba el rey… pero en ese mismo instante se desplomó como fulminado por un rayo. Había muerto.
Después de haber corrido decenas de kilómetros, ¿qué fue lo que obtuvo finalmente? ¡Dos metros cuadrados de terreno! Y es que el rey ordenó que lo enterraran en el mismo sitio donde cayó muerto.
Corrió cuanto pudo, impulsado por su propia codicia, con tal de hacerse con algunas hectáreas de terreno y beneficiarse de los “bienes almacenados para muchos años” (Lucas 12, 19), como el rico insensato del Evangelio. Pero, al final, se quedó solamente con dos metros de tierra… lo necesario para ser sepultado.
(Traducido de: Arhimandritul Epifanie Theodoropulos, Toată viața noastră lui Hristos Dumnezeu să o dăm, Editura Predania, București, 2010, pp. 43-44)