Palabras de espiritualidad

“El que cree, teme, y quien teme se hace humilde”

  • Foto: Bogdan Zamfirescu

    Foto: Bogdan Zamfirescu

La humildad puede hacer ángeles de los demonios, en tanto que el orgullo puede hacer demonios de los ángeles.

De acuerdo a las enseñanzas de San Juan Climaco sabemos que la humildad es una fuerza indescifrable que reciben, en determinado momento, los verdaderos santos. Esta virtud es alcanzada por quienes se han perfeccionado en las buenas acciones, con la fuerza de la Gracia de Dios y por medio de un continuo sacrificio.

Algunas personas parecen ser mansas y humildes por naturaleza, mientras que otras humillan su mente recordando incesantemente sus pecados y caídas; en estos casos no se puede hablar de una humildad auténtica, de acuerdo San Isaac el Sirio: “Quien por naturaleza es manso, sereno y sosegado, no es que haya alcanzado el nivel más alto de humildad... Tampoco el que piensa siempre en sus pecados y debilidades. Humilde es ése que, conocedor de que tiene su interior algo de lo que podría enorgullecerse, no lo hace, sino que se considera a sí mismo polvo y ceniza. Si alguien, con la ayuda del don de Dios, alcanza un estado tal que es capaz de vencer todos los espíritus impuros y no hay virtud o buena acción de la que no participe, sintiendo que ha recibido el carisma de la humildad —cuando el Espíritu Santo da testimonio junto a su propio espíritu, de acuerdo a las palabras del apóstol Pablo—, es que ha alcanzado la humildad plena” (XX Homilía). Si el hombre alcanza del don de hacer milagros, o mover montañas con su oración, o ver a Dios, como lo hiciera Moisés, o convivir con leones, como lo hiciera Daniel, o permanecer indemne entre las llamas, como aquellos tres jóvenes de Babilonia, o caminar sobre el agua, como lo hacía María de Egipto, o elevarse hasta el tercer cielo, como dice Pablo, “porque Jesucristo vino al mundo a salvar a los pecadores, de los cuales el primero soy yo” (I Timoteo 1, 15), es que ha alcanzado la verdadera humildad.

El mismo apóstol Pablo nos exhorta a utilizar la humildad cual vestimenta divina: “Pónganse, pues, el vestido que conviene a los elegidos de Dios, sus santos muy queridos: la compasión tierna, la bondad, la humildad, la mansedumbre, la paciencia.” (Colosenses  3, 12). Entonces, dichoso y tres veces bienaventurado quien en esta vida se ha vestido con la humildad, ya que también San Efrén el Sirio dice que la humildad es atuendo de Cristo, mientras que San Isaac dice que es el atavío de la divinidad.

Las Santas Escrituras dicen que la humildad se alcanza sufriendo pruebas y aflicciones. “En la pena El sumió su corazón, sucumbían y nadie los socorría” (Salmos 106, 12). San Juan Climaco dice que la humildad nace de la obediencia (IV Homilía), mientras que San Máximo el Confesor nos dice que esta virtud brota del corazón del hombre, gracias a su fe y temor de Dios: “El que cree, teme, y quien teme se hace humilde”. San Isaac dice que la humildad proviene de las oraciones y peticiones que elevamos al Altísimo: “El hombre ora mucho cuando entiende que necesita de la ayuda de Dios. Y, gracias a sus abundantes oraciones, su corazón se hace humilde. Y es que es imposible orar y pedir la ayuda de Dios, sin antes hacernos humildes”.

La humildad es muy beneficiosa, porque ayuda a la salvación del alma: “Me humillé y el Señor me salvó” (Salmos 141, 6), dice David, mientras que nuestro Señor Jesucristo dice: “El que se haga pequeño como este niño, ése será el más grande en el Reino de los Cielos.”(Mateo 18, 4).

San Isaac el Sirio agrega: “Así como la sombra sigue al cuerpo, así también las mentes humildes siguen a Dios”.

Padres y hermanos: hemos visto cómo elogian la humildad nuestros Santos Padres y la Divina Escritura. Y aunque son pocos los que alcanzan esta virtud, no perdamos la esperanza por culpa de nuestras debilidades, sino que pidamos la misericordia de Dios, para que podamos alcanzar, así sea con la punta del dedo, la Gracia de Sus santos. Amén.