Palabras de espiritualidad

En búsqueda de las Fiestas

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

Translation and adaptation:

Estamos a un paso de celebrar la Navidad. Por eso, he escuchado que muchos han empezado a desearse paz y alegría, sabiendo que no son solamente palabras hermosas o simples felicitaciones. Quienes se manifestaron así, eran de esos pocos que buscan la Navidad en el corazón de sus familias y amigos, pero también en tiendas fastuosamente adornadas, en lugares con paisajes de ensueño, en películas de temporada, en villancicos y en bellos regalos. Y, sin embargo, no la encuentran. Porque esta Fiesta no es sólo una fecha marcada con rojo en el calendario. Es un estado. Es un lugar. Así las cosas, si lo desean, los invito a ir conmigo a encontrarla.

Una primera pista en esta búsqueda es que lo exterior sí ayuda, pero no tanto como podríamos creer. Los adornos brillantes, las lucecitas de las vitrinas o de nuestras casas, el aroma de los bizcochos recién horneados o el sonido de los villancicos nos calientan el alma y nos traen una cierta fragancia de regocijo. Esta fragancia tiene el rol de prepararnos, de despertarnos el gusto por esa alegría verdadera. Del mismo modo, pueden facilitar nuestra apertura y aplanarnos el camino. Pero, tristemente, por mucho que sigamos esos “caminos” exteriores, estos resultan incapaces de llevarnos a nuestro destino. Son un simple recurso, un auxilio. ¡Cuántas veces los habremos seguido, sin conseguir que nos llevaran al santo pesebre de la Natividad del Señor!

Algunas veces la religión también se convierte en un refugio o en una garantía de la vida eterna.

Un buen mapa para nuestra búsqueda nos lo ofrecen las tres grandes zonas de nuestra geografía interior. Como una célula, la primera zona es el núcleo, según la imagen de Dios, en donde está situado Su Trono, el Reino de Dios. Solamente el hombre que sepa recibir desde ese lugar podrá “dar muchos frutos”. Y este “núcleo” está en el corazón del hombre. “Que el amor sea vuestra raíz y cimiento” (Efesios 3, 17). El corazón es más que una bomba que impulsa la savia de la sangre en nuestros vasos: también él tiene su propia mente, llamada “nous”. Esta tiene una profundidad capaz de comprender lo Inabarcable; por eso, es nuestro lazo directo con Dios, Quien la creó precisamente para que recibiera la Gracia no-creada, otorgada al hombre. Y, después, para que la envíe como luz, inspiración y sabiduría a la mente racional y pensante, e implícitamente a todas otras fuerzas del alma. Por medio del Bautismo y los Sacramentos, la mente-corazón se ve nuevamente conectada a la Fuente de vida.

Este núcleo de nuestro ser está rodeado por una zona de sombras, espinas, esfuezos y sufrimientos, vacío y soledad. Desde su caída, desde que el hombre se apartó de Dios, su alma vive la nostalgia de lo perdido; por tal razón, se sumerge en lo absurdo y en la intranquilidad ante la muerte, en vacilaciones continuas y sufrimiento. Esta es la segunda zona.

Pero, en el exterior, como un refugio para sobrevivir, se construyó la tercera zona, en la cual el ego se manifiesta para detender esos sufrimientos, como escudo construido sólidamente y en mucho tiempo —nuestro tiempo— por todas nuestras posesiones, nuestra posición social, el renombre, la imagen, el dinero y muchos anhelos más, “necesarios” en la búsqueda de una felicidad algo más prolongada. En esta caso, algunas veces la religión también se convierte en un refugio o en una garantía de la vida eterna. Desafortunadamente, este escudo no resiste al dolor, y algunas veces se opone hasta a la misma Vida verdadera.

En este tercer nivel, podemos fácilmente detenernos en nuestra búsqueda de la Navidad, fascinados hasta rozar la hipnosis ante el fulgor de los adornos comprados con dinero, las instalaciones con lucecitas multicolores que parpadean festivamente, y por la abundancia de una mesa llena de caros manjares. Ante un arbolito sostenido por varias cajas de regalos, nos podemos detener y sentir que alcanzamos el sitio del Nacimiento del Señor, anestesiando nuestros sentidos con los aromas “idénticamente naturales” al Regocijo al que estamos llamados.

¿Qué podemos hacer? Cada artículo de esta página ha sido, línea por línea, una solución para este problema, esperando que pueda responder en el idioma de cada quien y que pueda acercarnos más a la fuente de nuestro anhelo, que parece clamar aún más fuertemente en estos días del año.

La oración y una mente permanentemente puesta en Dios, hacen que Su Gracia descienda en nuestra cotidianeidad.

Nosotros queremos un milagro. Queremos vivir la verdadera Navidad. Y lo queremos hoy. Aunque nos sorprenda, debemos renunciar a ese deseo y a todos los demás, incluyendo nuestra impaciencia. Esto, para hacerle lugar a Él y para que podamos quedarnos solos con Él, libres de cualquier otro anhelo. El frenesí de los preparativos de estas Fiestas no tiene nada en común con el camino aquí propuesto. Tiene en común solamente el hecho de que así nos hemos acostumbrado, así hemos aprendido a vivir. Pero, creo que el camino tiene más relación con el “ser” que con el “hacer”. Tristemente, no puedo describirles cómo es por dentro la gruta del Nacimiento del Don, porque no he entrado allí. Solamente sé que su lugar está en el corazón... Luego, siempre portamos la Navidad con nosotros. Y creo que el camino a aquel lugar es uno que pavimentamos con nuestras bendiciones, porque ellas son la fuerza de Dios que nos levanta de lo bajo de nuestro ser a la altura de nuestra esencia, que, paradójicamente, se halla justamente en lo profundo del ser. La oración y una mente permanentemente puesta en Dios, hacen que Su Gracia descienda en nuestra cotidianeidad y que transforme todo con Su presencia.

Entonces, limpiemos nuestro corazón, descendiendo nuestra oración y no enviándola al cielo; demos a los demás los valiosos obsequios de nuestras bendiciones y alimentémonos señorialmente con las viandas de la Cena Litúrgica que se nos otorgó y con abundante generosidad, precisamente para irnos con el gozo del Don nacido en la noche de Navidad.

La estrella se enciende y resplandece

sobre el pesebre real.

Y, una vez más, tres magos

derraman de sus sacos

oro e incienso...“