En vez de juzgar al otro, tienes que amarlo como te amas a ti mismo
También Cristo nos pide que amemos a nuestro semejante, pero no como una madre ama a su hijo (porque hay casos en los que ese amor termina desapareciendo del corazón de la madre), sino como nos amamos a nosotros mismos (Marcos 12,31) (porque nadie se odia a sí mismo).
Me acuerdo de una señora que solía pasar mucho tiempo en el balcón de su casa. Un día, vio que venía un joven caminando por la calle, y no pudo evitar exclamar: “¡Pero qué muchacho tan regordete!”. Poco después, se dio cuenta de que se trataba de su propio hijo. Entonces, con un suspiro, dijo: “De hecho, mi hijo no es tan gordo”. El gran amor que sentía por él, ese amor materno, hacía que cualquier posible “defecto” suyo quedara en segundo plano.
También Cristo nos pide que amemos a nuestro semejante, pero no como una madre ama a su hijo (porque hay casos en los que ese amor termina desapareciendo del corazón de la madre), sino como nos amamos a nosotros mismos (Marcos 12,31) (porque nadie se odia a sí mismo). Si amas a tu hermano como a ti mismo, lo juzgarás como te juzgas a ti mismo. Digamos que has robado algo. Lo primero que haces es tratar de que nadie lo sepa. Te da miedo y corres a confesarlo inmediatamente, no sea que tu confesor se enfade contigo. Si, por cualquier motivo, los demás se enteran de lo que hiciste, haces todo lo posible por justificarte: “no quise hacerlo”, “fue por necesidad…”.
Lo mismo tendrías que hacer por tu semejante. Si lo ves robando, guárdate para ti el pecado de tu hermano, como si hubieras sido tú; así lo hizo el abbá Amón, quien ocultó el pecado de desenfreno de un monje, como si él mismo lo hubiera cometido. Y si los demás se enteran, haz todo lo posible por justificarlo: no quiso, el maligno lo hizo caer en tentación… Y no permitas que nadie murmure en contra suya. “El que ama a su semejante, no soporta que nadie hable mal de él”. Te puedes enfadar, incluso puedes alejarte de él, como lo hizo el profeta David, quien dice: “Al que denigra en secreto a su prójimo yo lo haré callar” (Salmos 100, 6). Pero, si no lo amas, también tú dirás: “¡Ay de él! ¿Pero qué hizo el muy miserable?”. Y aunque nadie más lo haya visto pecando, ¡seguramente te esforzarás en divulgar su falta, agregándole un poco de malicia a tu relato!
(Traducido de: Arhimandritul Vasilios Bacoianis, Vorbele pot răni - cum să nu greșim prin cuvânt, Traducere din limba greacă: Pr. Șerban Tica, editura Tabor, 2013, pp. 66-67)