Palabras de espiritualidad

¿Es normal sentirme triste y no encontrar motivo alguno para ser feliz?

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

Cada pasión viene acompañada de cierto placer. Y esa necesidad de librarnos de la presión del dolor nos empuja, nos arrastra a correr inmediatamente a buscar un tranquilizante, un antibiótico, un antidepresivo, para poder llegar al placer. No tenemos paciencia para llegar a la alegría.

¿Qué puede hacer uno cuando la alegría no forma parte de su estructura espiritual, sino que, al contrario, la tristeza es lo normal y a cada paso no encuentra más que motivos para estar triste?

—¡Ya te gustaría que fuera así! ¿Y sabes por qué te gustaría que fuera así? ¡Porque no serías responsable de nada! ¡Cuidado, no te embriagues con agua fría! Tienes todos los dones para poder abrir las puertas de la alegría. Tienes todo lo necesario para estar alegre. ¿Pero sabes por qué eliges la tristeza? ¿Sabes por qué elegimos la puerta de salida de la alegría? ¿La ira y las demás cosas? Te lo diré yo desde mi experiencia. Por placer. Nadie cometería más pecados, si pudiera ver los estragos que estos causan en otros, si el pecado causara un dolor inmediato. Personalmente, yo he tenido (y sigo teniendo) ciertas pasiones, pero la ira ocupa el primer lugar de todas. Y es algo que viene de familia, de la familia de mi padre y también de la de mi madre. Hay dos clases de ira... ¡Perdóname, Señor, porque no los estoy juzgando a ellos! Pero quiero contarles esto, porque, aunque parezca que no tenía más elección, tampoco tengo excusa para los pecados cometidos con esas pasiones… ¿Por qué? Porque tuve y tengo la libertad de hacer o no hacer aquello a lo que me empuja la ira. Y me preguntaba una y otra vez: “Pero, mujer, ¿por qué haces esas cosas?”. Y no encontraba la respuesta, porque era hábil y me hacía la ignorante. Hasta que, un día, me encontré con una mujer en la calle (creo que ya lo he relatado antes, pero fue una experiencia de “iniciación” para mí…) que no dejó de insultar a su esposo, que iba caminando delante de ella, hasta que este se detuvo y, volteándose, le propinó un sonoro bofetón. Y cuando yo le dije a ella: “¿No podías haberte quedado callada? ¿O tenías que esperar a que él te golpeara?”, ella me respondió: “¡Sí, lo sé, pero al menos me refresqué un poco, desahogándome con él!”. Entonces, en mi interior, encontré la respuesta para la pregunta: “¿Qué gano con enfurecerme?”. ¡Me refresco, hermanos! Pero es un frío que viene del infierno y no el frescor del Paraíso donde Dios se hacía visible. Sí, cada pasión viene acompañada de cierto placer. Y esa necesidad de librarnos de la presión del dolor nos empuja, nos arrastra a correr inmediatamente a buscar un tranquilizante, un antibiótico, un antidepresivo, para poder llegar al placer. No tenemos paciencia para llegar a la alegría. Y entonces el demonio dice: “Deja, que te daré algo que te ayudará a que se te pase inmediatamente lo que te está pasando. Solamente tienes que decirle ‘burro’ al otro. ¡Dile ‘burro’ y verás cómo te refrescas!”. Y tú te permites ese placer. Toda pasión, todo impulso al pecado, es solamente por puro placer. Pero tienes que empezar a dejar de confiar en el placer, porque puedes razonar y entender que después del placer viene el dolor, que cada placer termina en dolor, si no es un placer natural, un placer bendecido, ese que fue puesto por Dios en nosotros como señal de la satisfacción de las necesidades de nuestra alma y de nuestro cuerpo. Hay personas qe dicen que el cuerpo nos empuja al pecado. Pero los Santos Padres, al hablar de los pecados carnales, no pensaban en el cuerpo en el mismo sentido en que lo hacemos hoy nosotros. Por ejemplo, tu estómago jamás te pide que comas más cuando ya está lleno. Dice: “¡Basta, no puedo más!”. Pero tú insistes. “¡Espera, deja que coma otro poco! ¿No ves qué bueno está esto?”.  Y comes “otro poco”. Y tu estómago se hincha, se hincha y tú culpas a tu cuerpo, porque fue “él” quien lo hizo. Esa es una pasión que tenemos todos: culpar a alguien más. Examínate, hermano, busca qué pasión te domina y despójate de su sometimiento. Di: “¡Señor, sacrifico este placer diabólico por Tu santa felicidad!”. Pero no se puede sin sacrificio. Nadie nos pide sacrificar a Isaac. Porque no sé quién decía: “¿Quién es nuestro Isaac?”. Si tu “Isaac” es descargarte con el otro, sacrifícalo y Dios no te dejará morir, y te dará las fuerzas para llegar a la alegría. No hay nadie que no haya nacido para la alegría. Pero somos ociosos y pusilánimes. ¿No es así?

Perdóname, hermano, no estoy hablando solamente de ti. Creo que esperabas una respuesta mejor… ¡Que Dios te reconforte!