¿Es posible caer en la desesperanza después de haber amado mucho?
La desesperanza no se mide según su objeto, sino según la intensidad con que se vive. La persona que ha caído en la desesperanza no puede ser ayudada sino por medio de la oración.
La mayoría de personas que buscan nuestra consejería para que las ayudemos a superar el dolor, provienen de esta categoría. Y, ojo, que no se trata de algo insignificante. La desesperanza es desesperanza, es un dolor muy grande, aunque el motivo que la causa no parezca tan importante Hay quien es capaz de no caer en la desesperanza después de perder a un hijo, a pesar del inmenso dolor que esto representa —no hay dolor más grande—, y puede que haya alguien que pierda la esperanza por no haberse ganado la lotería. La desesperanza no se mide según su objeto, sino según la intensidad con que se vive. La persona que ha caído en la desesperanza no puede ser ayudada sino por medio de la oración, en la primera etapa. Con la oración, en un clamor dirigido a Dios: “¡Señor, libra de la deseperanza a mi hermano!”. Nunca hay que decirle a la persona que enfrenta semejante tribulación: “¡Ya se te pasará! ¡No vale la pena…!”. Todos sabemos, por experiencia, que en los momentos de dolor el pensamiento del “ya pasará” no sirve de nada. Por eso es que hay que evitarlo. Corresponde, pues, examinar qué significa para nosotros amar con todo el corazón. Y nos encontraremos, por ejemplo, con el caso de un hombre que cayó en la desesperanza después de haber amado mucho a alguien… y después le volvió a suceder, pero no una, sino dos veces más. El punto aquí es que logró dejar atrás aquel sentimiento, aquel dolor. Y, entonces, llegó a la conclusión de que, en cada caso, no se trataba de un amor tan grande. El amor jamás produce desesperanza. Pensemos ahora en el caso de una mujer que ama con todas sus fuerzas a su esposo, y este la abandona después de 20 años de matrimonio. Simplemente, encuentra otra mujer y se va con ella. La esposa abandonada se pregunta, angustiada: “¿Sabrá esa mujer cómo prepararle las patatas, ni muy crudas, ni muy cocidas, para que a él no le duela el estómago? ¿Estará pendiente de que, al dormir, no quede con la espalda descubierta, porque esos dolores lumbares que padece necesitan que se mantenga bien abrigado? ¿Es posible, Señor, que no le tomes en cuenta este pecado? Tú sabes que quiero encontrarme con él en el Cielo…”. Parece algo enfermizo, ¿no? Pero, tal como una mujer que ama de verdad jamás abandonaría a su esposo que está enfermo de cáncer, también en este caso puede ser que la mujer se atreva a seguir amando a quien la dejó por otra. Un gran amor significa desear la salvación del otro, la felicidad del otro. Pero si para nosotros “amar” significa “poseer” al otro, mucho será lo que tendremos que sufrir, porque nadie puede ser “poseído” por otra persona. Es una experiencia muy dolorosa, especialmente para los jóvenes, pero es necesario pasar por ella, porque, de lo contrario, jamás podremos amar y jamás seremos amados. Será como una cacería. Acordémonos de la “maldición” que pende sobre nosotros. Después de la caída, Dios castigó a la mujer, diciendo: “Serás atraída por tu marido”. Cuando esa atracción es tan grande, que dices: “es el amor de mi vida y sin él no puedo vivir”, te estás limitando a ti misma, es que no eres capaz de entrar al Reino, de estar en Cristo, en donde la mujer se convierte nuevamente, de forma ontológica, en un ser con la misma dignidad que el varón. La Madre del Señor dice: “He aquí la esclava del Señor” y “No conozco varón”. En ella, la mujer se salió del dominio del hombre. En la celebración del Sacramento del Matrimonio, son dos: “Se corona a la sierva de Dios, R., con el siervo de Dios, M.”. No dice: “la sierva de Dios, R., con M.”. Ambos son siervos del amor, de la verdad, de Dios; son también reyes, porque por eso se les corona. ¿Han visto qué hermosa es esa corona? Pero, en este punto, tendríamos que hacer mucha más teoría sobre el amor, y menos práctica…