¡Fuimos creados para la eternidad!
No morimos nunca. Vivimos dos veces: una existencia pequeña, terrestre, limitada, después de la cual cerramos los ojos del cuerpo y pasamos a vivir el otro modo de existencia, que es la vida del alma.
La expresión “hombre muerto” me parece inadecuada. Creo que sería más correcto decir “el que ha partido”, es decir, el que se ha ido a un mundo distinto, a una existencia en la que creemos, basándonos en las palabras de Jesús: “Yo Soy la resurrección y la vida, quien crea en Mí no morirá, sino que vivirá” (Juan 11, 25). No morimos nunca. Vivimos dos veces: una existencia pequeña, terrestre, limitada, después de la cual cerramos los ojos del cuerpo y pasamos a vivir el otro modo de existencia, que es la vida del alma. Esta es la tragedia del hombre que vive voluntariamente en pecado, pero también su felicidad, si obedece los mandamientos del Señor consignados en la Biblia y promulgados por la Santa Iglesia.
Luego, el hombre está conformado por dos elementos distintos: cuerpo y alma. Después del final de la vida del hombre, el cuerpo se descompone en los elementos químicos que lo constituyen, y al alma, a los cuarenta días de su separación del cuerpo, se le somete a un juicio particular y personal (Hebreos 9, 27), después de lo cual es llevada a un lugar provisional, bueno o malo, hasta el juicio general (I Tesalonicenses 4, 17). Por eso, durante esos 40 días que suceden a la muerte del hombre, la Iglesia, por amor, le pide al Señor, en la celebración de la Divina Liturgia y con oficios funerarios específicos, por el descanso de su alma y el perdón de sus pecados.
(Traducido de: Un mare mărturisitor creștin: Preotul Constantin Sârbu, Editura Bonifaciu, București, 2008, p. 269)