Palabras de espiritualidad

Homilía de Su Alta Eminencia Teófano, en la Fiesta de Santa Parascheva – 2020

  • Foto: Stefan Cojocariu

    Foto: Stefan Cojocariu

El cristiano verdadero sabe que confiar su vida a un Dios amoroso, que venció a la muerte y la enfermedad por él, representa una fuente inapreciable de fuerza ante las pruebas de la vida.

Cristianos ortodoxos,

Su Excelencia,

Amados hermanos sacerdotes,

Distinguidas autoridades,

Queridos niños,

Amados peregrinos,

Por la Gracia de Dios, hemos llegado a esta parte de la Divina Liturgia, en la fiesta de Santa Parascheva.

En esencia, la Divina Liturgia es un sacramento de la Cruz y la Resurrección. Es el misterio de la muerte temporal y de la vida eterna, el misterio del dolor del Getsemaní y del Tabor lleno de Dios.

Este santo misterio de la lágrima triunfante y la alegría con humildad lo experimentó Santa Parascheva en su vida terrenal, en toda su profundidad, altura y comprensión, con el cual es bendecido un hombre de Dios, imagen de la santidad.

Los pueblos búlgaro y serbio, en un tiempo extremadamente difícil para su superviviencia, fueron los primeros en favorecerse de la presencia de las benditas reliquias de Santa Parascheva entre ellos. Nuestros hermanos ortodoxos de Bulgaria y Serbia recibieron, durante algunos cientos de años, un auxilio inconmensurable por parte de ella. Aún hoy, la palabra Petca, es decir, Parascheva, provoca un estremecimiento interior en el corazón de muchos serbios; hay cientos de iglesias que cuentan con su patronato, pero la más buscada de ellas, en Rumanía, es la Catedral Metropolitana de Iași.

Desde 1641, las santas reliquias de la Piadosa Parascheva se hallan en Iași. Dos grandes hombres, el voivoda Vasile Lupu y San Varlaam Metropolita entendieron que ningún sacrificio material era demasiado grande para que las santas reliquias de la Piadosa fueran traídas a la capital de Moldova. Desde entonces y hasta nuestros días, en un afluente ininterrumpido de peregrinos, Santa Parascheva constituye una cascada serena y pura del agua viva que brota de Cristo nuestro Señor para los más sedientos de este mundo.

En tiempos de júbilo y bienestar, los fieles han venido a visitar las reliquias de la Santa para agradecerle. En tiempos de sequía, las santas reliquias han atravesado áridas capiñas, y la lluvia no ha tardado en aparecer. En tiempos de peste y atroces epidemias, Santa Parascheva ha recibido a todos, los ha fortalecido y los ha bendecido.

Son incontables los testimonios de aquellos que han encontrado, en sus santas reliquias, sanación, sosiego en momentos de agitación espiritual, respuesta a los problemas más difíciles, y una clara dirección en el sinuoso camino de la vida.

Para algunos, tales testimonios son ejemplos de “necedad” o “enajenación”. Para el intelecto humano, para la lógica común, para el espíritu del mundo, las santas reliquias, al igual que todos los elementos de la fe, constituyen un sinsentido, algo que no se puede aceptar. Decía el Santo Apóstol Pablo a sus coetáneos: “El hombre puramente natural no valora lo que viene del Espíritu de Dios: es una locura para él y no lo puede entender” (I Corintios 2, 14).

“Si no creemos en las santas reliquias”, sostiene un gran teólogo estadounidense de origen alemán, talvez el más grande especialista en bioética, “si no creemos en los íconos que lloran, ni en los padres espirituales que obran milagros, tampoco creemos en el Nacimiento del Señor de una Virgen, ni en Su Resurrección”.

Esta ha sido siempre la fe de la Iglesia, de manera que no puede concebirse la Ortodoxia sin los santos íconos, así como es imposible concebirla sin la Santa Escritura o la Divina Liturgia, sin el ayuno, la oración, la caridad o el amor a nuestros enemigos. Tan fuerte es la convicción de que las Santas Reliquias son un elemento esencial en la vida de la Iglesia, que el gran teólogo bizantino del siglo XIV, San Nicolás Cabasilas, afirmaba: “Si Cristo, en verdad, se puede ver y tocar en alguna parte en este mundo, en carne y hueso, es justamente en las Santas Reliquias… Al final, las Santas Reliquias son la Iglesia verdadera y el altar verdadero”.

Cristianos ortodoxos,

Hoy es un día de alegría, pero, a diferencia de otros años, se ha visto ensombrecido por el sufrimiento —físico y espiritual— causado a la humanidad por esta epidemia, que cada vez ha ido penetrando más en nuestros cuerpos y en nuestras almas. Este año somos menos los que estamos aquí para venerar las reliquias. Somos menos, porque no todos tuvieron la posibilidad de venir a Iași para agradecerle a la Santa y pedirle que no deje de mediar ante Dios por nuestra salud, nuestra redención, nuestro consuelo y nuestra salvación. Desde hace algunos meses, nuestra sociedad experimenta un sentimiento de soledad y aislamiento, y esto es lo que nos alienta a perseverar más en nuestra oración. No importa si estamos aquí, físicamente cerca, ante las reliquias de la Santa, o si estamos lejos: la oración nos une y vierte un bálsamo en las heridas del alma.

La presencia de la epidemia en nuestra vida nos pone ante distintas interrogantes que no podemos eludir, así como tampoco podemos detener ningún cuestionamiento relacionado con la peregrinación de este año. Del mismo modo, no podemos, tanto los hombres de “a pie” como las autoridades, dejar de preguntarnos por qué ocurre todo esto. No podemos soslayar cuestionarnos en dónde hemos errado, qué podíamos hacer y no lo hicimos, qué deberíamos haber visto y no lo vimos, qué teníamos que entender y no entendimos.

La respuesta no puede venir sino desde nuestro interior, y tiene que ver con el misterio de la comunión auténtica, de la cual nos hemos alejado enormemente. Sentimos, de alguna forma, que precisamente este misterio de la comunión se ha visto afectado ostensiblemente, y no podemos dejar de preguntarnos si cada uno de nosotros tiene alguna responsabilidad en ello. ¿Es que la distancia física que hoy somos llamados a adoptar no refleja, de alguna manera, en lo espiritual, el alejamiento, nuestro distanciamiento recíproco, entre padres e hijos, entre esposos, entre maestros y alumnos, entre clase política y electorado, entre sacerdotes y feligreses, entre prelados y sacerdotes? Entre nosotros se ha instalado, muchas veces, una duplicidad que afecta gravemente la relación con nuestros semejantes.

A menudo preferimos recurrir a artificios que matan el alma, antes que cambiar profundamente en nuestro interior; queremos parecer algo distinto a lo que somos en realidad, y en vez de asumir una contrición real y esforzarnos en actuar según la voluntad del Señor, elegimos buscar el espíritu del mundo, en forma de sucedánenos que nos mutilan espiritualmente. El estado de lucidez espiritual ha sido sustituido por uno de apatía; la humildad ha sido reemplazada por el orgullo, el altruismo por el egoísmo, la sencillez por la ostentosidad y la templanza por el exceso. Todo esto nos ha llevado al actual estado de vulnerabilidad y falta de preparación para lo que estamos viviendo.

El sentimiento de soledad ha hecho su nido en las almas de todos, y la incertidumbre ha venido a morar en nuestros corazones. Nos hemos llenado de sospechas e incredulidad, la relación entre hombres e instituciones ha perdido toda cordialidad, y esto no hace sino agravar el sufrimiento y disminuir nuestras posibilidades de restauración.

Al mismo tiempo, es necesario que seamos conscientes de que nuestros errores anteriores han definido nuestro actual derrotero, y que aceptemos que solos jamás tendremos éxito, pidiéndole a Dios que nos perdone, nos fortalezca y nos conceda el entendimiento que hoy nos hace falta, y a los santos que Él nos otorgó, pedirles que estén cerca de nosotros.

Amados fieles,

San Sofronio, recientemente canonizado, nos advertia que: “La tragedia de nuestros tiempos radica en la ausencia casi completa de la conciencia de que hay dos reinos: uno, que es temporal y otro, que es eterno. Queremos construir el Reino de los Cielos aquí en la tierra, rechazando cualquier idea de resurrección o eternidad.

Ante la epidemia que hoy nos azota, los medicamentos, los sanatorios y las distintas formas de protección son esenciales. Todo ello forma parte del componente material del tratamiento de la enfermedad, y son cosas absolutamente necesarias. Pero, tal como recientemente afirmaba el presidente de los Estados Unidos, también los “lugares de culto” son “lugares esenciales que aseguran servicios esenciales”.

¿Cuáles son esos “servicios esenciales” que la fe en Dios, en todas sus manifestaciones, puede ofrecernos? Desde luego y, en primer lugar, el auxilio de Dios, porque “lo que para los hombres es imposible, es posible para Dios” (Lucas 18, 27). “Sin Mí no podéis hacer nada” (Juan 15, 5), dice nuestro Señor. La satisfacción espiritual de que el hombre es libre de orar donde lo crea conveniente, le ofrece a este tranquilidad interior y paz en la mente, que son elementos esenciales para luchar contra la enfermedad. “Una mirada bondadosa alegra el corazón y una buena noticia fortalece los huesos” (Proverbios 15, 30), dice el sabio Salomón.

Un hombre con el alma en paz, con el contento espiritual que le ofrece la participación en un acto de fe, se vuelve más resistente ante la enfermedad, o si ya padece de alguna dolencia, adquiere una fuerza mayor para luchar contra esta.

El cristiano verdadero sabe que confiar su vida a un Dios amoroso, que venció a la muerte y la enfermedad por él, representa una fuente inapreciable de fuerza ante las pruebas de la vida.

Viendo incluso más allá de los testimonios de fe, en la esfera de los resultados científicos obtenidos por expertos de renombre, encontramos numerosas pruebas de que la oración y las virtudes en general fortalecen la salud de las personas y su sistema inmunológico, aumentando la resistencia del cuerpo ante las enfermedades.

La peregrinación, como acto de fe, representa una experiencia extraordinariamente benéfica para el fiel que se adentra lleno de fe en el camino de Cristo, de los Santos y de las Santas Reliquias. La experiencia de una peregrinación sirve para cultivar muchas virtudes. El peregrino renuncia a sí mismo y a la comodidad de la vida cotidiana, ayunando de las cosas del mundo, simplificando su vida por algunas horas o algunos días. Y esta simplicidad lo sosiega, lo hace más fuerte, más resistente. En su andar, el peregrino se ofrece a ayudar a otros para que también se abran a sus semejantes y sirvan a Dios.

Peregrinando, el fiel le da a su vida un sentido más alto, viviendo y caminando, a la luz de ese sentido, por algunos días.

Todo esto nos enseña que el peregrinaje representa una hipóstasis excepcional de la vida espiritual, en la cual el sentimiento de pertenencia a una comunidad de fe se acrecienta. Por eso, la peregrinación intensifica, sin duda, los efectos benéficos de la vida en la fe sobre la salud.

Tengamos la certeza de que Santa Parascheva está con todos nosotros, tanto con los que pudieron venir a honrar sus reliquias, como con aquellos que no pudieron hacer la peregrinación este año.

Confiamos en que, por las oraciones de Santa Parascheva, obtendremos el perdón de Dios por todas nuestras faltas como pueblo, como servidores de la Iglesia, y como gobernantes y autoridades.

Elevamos nuestras plegarias a Dios, pidiendo en especial por quienes actualmente se hallan hospitalizados, así como por quienes están al cuidado de los enfermos. Sabemos que allí la situación es cada vez más difícil. Cada uno de nosotros los podemos ayudar, con nuestras oraciones, y también respetando las normas de precaución establecidas, para no vernos en la situación de tener que ser internados y agravar aún más las cosas.

Que Dios nos proteja a todos, repitiendo, con una sola mente y un solo corazón: “¡El Padre es mi esperanza, el Hijo mi refugio, el Espíritu Santo mi protección! ¡Amén!” (Oración de San Joanicio).