Palabras de espiritualidad

¿Indolencia? ¿Insolencia? ¿Indiferencia?

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

Translation and adaptation:

Si no nos esforzamos en hacernos dignos de gustar del Manantial de la vida eterna, o si comulgamos sin la preparación adecuada, o si después de comulgar seguimos siendo indolentes y distraídos, el daño que sufriremos será igual de considerable.

El ayuno tiene el propósito de sacarnos de la agitación del mundo, por la cual muchas veces nos dejamos atrapar, y recordarnos el hecho de que las prioridades de nuestra vida son de naturaleza espiritual. Como muchas veces nuestra vida pierde su centro, el ayuno, en general (y el Ayuno de la Cuaresma, en especial) tiene el objetivo de ayudarnos a reposicionar nuestra vida en la senda que lleva al Reino, de (volver a) recobrar el carácter cristocéntrico de nuestra vida.

Una de las principales cosas que aprendemos del ayuno, es que no es podemos vivir espiritualmente si no nos alimentamos con el Cuerpo y la Sangre del Señor. Los cuatro períodos de ayuno de cada año han sido establecidos por nuestra Iglesia para que al menos entonces nos preparemos para acercarnos, “con temor de Dios, con fe y con amor “, al Santo Cáliz. Tristemente, algunos entienden que solamente entonces tenemos el deber de acercarnos de esta manera (a la Eucaristía). O ni siquiera en los cuatro ayunos principales, sino solamente en el de la Pascua. Pero esta actitud manifiesta una indolencia que debe ser corregida con la guía de los sacerdotes, quienes no están llamados solamente a “cuidar de este Tesoro”, para evitar que comulgue alguna persona sin la bendición de su padre espiritual, sino también a enseñar a quienes les han sido confiados como rebaño sobre el deber de esforzarse permanentemente para “gustar y ver qué bueno es el Señor”.

Al mismo tiempo, otro peligro surge cuando algunos se apresuran a cumplir con este mandamiento de una manera distinta que en las buenas disposiciones fijadas por la Iglesia. ¡Cuántas veces los sacerdotes se ven obligados a vetar la comunión a aquellos, que, por ejemplo, no quieren perdonar y reconciliarse con su hermano, invocando el hecho de que les da vergüenza lo que digan los demás! ¡Quieren comulgar, a pesar de estar dominados por pasiones por las cuales tendrían que ser sancionados canónicamente, recibiendo solamente la gran aghiasma (agua bendita de la Epifanía)!

Pero no son pocos los que (sobre todo, habituados a estas cosas desde los atroces tiempos de la dictadura comunista) se atreven a exigir la comunión inmediatamente después de haberse confesado, sin participar en la Divina Liturgia, sin padecer de alguna enfermedad o sin tener alguna urgencia que justifique comulgar con la Eucaristía que se conserva durante todo el año en el tabernáculo de la Santa Mesa. Este tipo de comunión, en un régimen de fast food, refleja otra manifestación de nuestro ser subyugado por el pecado, es decir, la insolenciaa.

Pero, aunque comulguemos habiéndonos preparado con antelación para ello, con arrepentimiento y contando con la autorización de nuestro padre espiritual, esto no significa que ya hemos triunfado. Tenemos que redoblar nuestra atención, con mayor razón, cuando en nosotros viene a morar Cristo. San Juan Crisóstomo advierte en una de sus “Homilías del Ayuno Mayor”: «Tu boca recibe ahora el Cuerpo del Señor. Por eso, conserva tu lengua pura de toda palabra vergonzosa y altiva, de burlas y blasfemias, porque es muy dañino utilizar para condenar, burlarte de otros y pronunciar necedades, la boca que ha participado de estos Santos Misterios. No mancilles la honra que Dios nos dio en la Última Cena, para que ella no se convierta para ti en motivo de pecado y condenación. Acuérdate de que recibes el Sacramento no solamente con la boca, sino también con el corazón; por eso, no pienses cosas malas y perversas de tu semejante. Al contrario, guarda tu alma limpia de toda maldad». Aquel que no se esmere en cumplir con estas exhortaciones, se hace culpable de un pecado llamado indiferencia, que es más grave de lo que podría decirnos su solo nombre.

Así pues, si no nos esforzamos para poder gustar del Manantial de la vida eterna, o si comulgamos sin la preparación adecuada, o si después de comulgar seguimos siendo indolentes y distraídos, el daño que sufriremos será igual de considerable. Pero, con todo, que no languidezca nuestra esperanza, porque aún no estamos perdidos. La Parábola del hijo pródigo nos recuerda que un Mismo Padre espera a que “volvamos en nosotros” y regresemos a Casa, ahí donde nos esperan muchas bondades que no se pueden describir. A las cuales, sin embargo, no nos podemos acercar sino con el buen arrojo, con la sabia devoción y una cultivada lucidez.