Palabras de espiritualidad

Juan, el que bautizaba con agua

    • Foto: Bogdan Zamfirescu

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El bautismo inaugurado por Cristo, que se hace con el Espíritu Santo y, alegóricamente, con fuego, es el bautismo verdadero, es decir, la muerte y el nacimiento de nuevo.

«Entonces Jesús fue desde Galilea hasta el Jordán y se presentó a Juan para ser bautizado por él. Juan se resistía, diciéndole: “Soy yo el que tiene necesidad de ser bautizado por Ti, ¡y eres Tú el que viene a mi encuentro!”. Pero Jesús le respondió: “Ahora déjame hacer esto, porque conviene que así cumplamos todo lo que es justo”. Y Juan se lo permitió. Apenas fue bautizado, Jesús salió del agua. En ese momento se le abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios descender como una paloma y dirigirse hacia Él. Y se oyó una voz del cielo que decía: “Este es Mi Hijo muy amado, en quien tengo puesta toda Mi predilección”». Mateo 3, 13-17

En el primer día del nuevo año, nuestra Iglesia conmemoró la Circuncisión del Señor, un día que nos recuerda cómo Cristo se sometió a las disposiciones de la ley judía, que preveían determinados rituales para entrar a la comunidad de Israel. Hoy, con la Fiesta del Bautismo del Señor, conocemos otro precepto al cual se sometió Él. Pero esta vez no se trata de alguna ley obligatoria para los judíos, sino de un ritual de purificación con significado sacro, un bautismo. Sin embargo, no es el mismo ritual del Sacramento del Bautismo que recibimos cada uno de nosotros para hacernos cristianos, sino del bautismo de la contrición que San Juan el Bautista impartía a quienes reconocían que su vida personal y la del pueblo estaban lejos de la justicia de Dios.

El suceso relatado en el Evangelio del día del Bautismo del Señor es conocido por los cuatro Santos Evangelistas. Y se refiere al momento en el cual nuestro Señor empezó a hablar al mundo sobre el Reino de Dios. Específicamente, por San Mateo conocemos que, mientras San Juan Bautista bautizaba en las aguas del Jordán y predicaba sobre el arrepentimiento y la venida del Reino de Dios, Jesús vino desde la Galilea de Su infancia, para ser bautizado por Juan. El profeta rechazó inicialmente la petición de Jesús, argumentando que antes él tendría que ser bautizado por nuestro Señor, y no al revés. ¿Qué respondió Jesús? “Ahora déjame hacer esto, porque conviene que así cumplamos todo lo que es justo”. Pero se refiere a la justicia y no a la Ley, es decir, a la voluntad de Dios expresada por medio de los profetas, y no a la ley judía dada por Moisés. Inmediatamente, Mateo consigna que, después del bautismo, cuando Jesús salía del agua, los cielos se abrieron y “y vio al Espíritu de Dios descender como una paloma y dirigirse hacia Él”. Y una voz que provenía de lo alto dijo: “Este es Mi Hijo muy amado, en quien tengo puesta toda Mi predilección”.

Es importante detenernos en la importancia de este acontecimiento y en el sentido del término de “Bautismo”. Las grandes fiestas de invierno, que en el lenguaje eclesiástico se refieren a la celebración de la venida del Señor al mundo, tienen su clausura en el Bautismo del Señor, (Boboteaza, en rumano), que es una palabra combinada, proveniente del eslavo “Bog”, es decir, “Dios”, y el griego “baptismos”, “bautismo”, o, en una forma más literal, “inmersión”. Así, compuesto, el nombre de la fiesta significa justamente “Bautismo de Dios”. Antiguamente, este día era conocido como la “Teofanía” o “Epifanía”, una denominación común hasta hoy entre los fieles griegos. La razón de esta denominación, que significa “Manifestación” o “Revelación”, es que el 6 de enero la Iglesia celebraba la Revelación de nuestro Señor Jesucristo al mundo. Esta manifestación del Señor inicialmente comprendía tanto Su Nacimiento, es decir, Su revelación ante los pastores y los magos de Oriente, como Su Bautismo, cuando Cristo, ya en Su edad adulta, se dirigió al Jordán para ser bautizado por Juan. Desde los tiempos de San Juan Crisóstomo como arzobispo de Constantinopla, es decir, cerca del año 400, las dos fiestas fueron separadas, para acentuar la especial importancia de cada uno de estos dos momentos de la historia de la salvación. Desde entonces se habla de la “Epifanía”, porque a partir de la Escritura sabemos que los cielos se abrieron, y, junto a la voz del Padre celestial, San Juan vio al Espíritu Santo como una paloma.

Entonces, celebramos, junto con el momento del Bautismo de Jesús en el Jordán, la “Teofanía” que tiene lugar hoy. Estamos hablando de un paso más en la clarificación del dogma de la Santísima Trinidad, Quien se dio a conocer con la voz del Padre celestial, con el Hijo hecho hombre, Quien se bautiza en aguas del Jordán, y por medio del Espíritu Santo, Quien desciende como una paloma sobre el Señor.

Con todo, ¿qué significa el “Bautismo”? Como mencioné antes, dicha palabra se traduce literalmente como “inmersión”, y simboliza la purificación de los pecados. Muchos estudiosos han afirmado que San Juan el Bautista no hacía, de hecho, nada que fuera nuevo, sino que repetía un ritual que practicaban los esenios, una comunidad ascética del desierto de Judea, actualmente Qumrán, en las cercanías del Mar Muerto. Una hipótesis creíble, pero no tanto. Es cierto que también ellos practicaban lavados rituales, pero era algo que hacían casi diariamente y lo que buscaban era purificarse antes de oficiar. En cambio, Juan bautizaba una sola vez, buscando el arrepentimiento de las personas y la esperanza en el Reino de Dios. Además, si para los esenios el ritual de los lavados era algo que se practicaba solamente por parte de ciertos miembros del grupo, el bautizo de Juan era público, y a él venían personas de todas las categorías sociales, incluso quienes servían en el templo y también los soldados.

El suceso que nos describe el Evangelio de esta fiesta también tiene una gran importancia para la teología práctica del cristianismo. Eso sí, es importante hacer la observación de que el bautismo del que hablamos aquí no es el mismo que el que recibe cada niño en la Iglesia. San Juan decía que bautizaba con agua para el arrepentimiento de los hombres, pero que después de él vendría Uno que era más grande, Quien bautizaría con el Espíritu Santo y con fuego. Así pues, el bautismo de Juan era solamente una profecía, y demostraba un deseo profundo del hombre de ser salvo. En cambio, el bautismo inaugurado por Cristo, que se hace con el Espíritu Santo y, alegóricamente, con fuego, es el bautismo verdadero, es decir, la muerte y el nacimiento de nuevo. El bautismo cristiano no es más una purificación de los pecados, como con Juan, sino una vida nueva. Esto es algo que San Pablo nos clarifica en muchos de sus textos. En su Carta a los Romanos vemos que, tal como Cristo murió y fue enterrado, para después resucitar, así también, nosotros, siendo sumergidos en el agua, nos asemejamos a Cristo sepultado, y, al salir del agua, resucitamos con Él (Romamos 6, 4). En los Hechos de los Apóstoles encontramos también la explicación de esta diferencia: «Mientras Apolo permanecía en Corinto, Pablo, atravesando la región interior, llegó a Éfeso. Allí encontró a algunos discípulos y les preguntó: “Cuando ustedes abrazaron la fe, ¿recibieron el Espíritu Santo?”. Ellos le dijeron: “Ni siquiera hemos oído decir que hay un Espíritu Santo”. “Entonces, ¿qué bautismo recibieron?”, les preguntó Pablo. “El de Juan”, respondieron. Pablo les dijo: “Juan bautizaba con un bautismo de penitencia, diciendo al pueblo que creyera en el que vendría después de él, es decir, en Jesús”». (F. Ap. 19, 1-4).

Luego, tanto el bautismo de Juan como el de la Iglesia se hacen de forma visible con agua, aunque sus significados son completamente distintos. Aún más: a partir de esto podemos entender por qué los sacerdotes insisten tanto en que el bautismo tiene que realizarse por medio de la inmersión del niño en el agua, y no con una simple aspersión, como muchas personas creen que es mejor. Si la inmersión nos recuerda la muerte y el renacimiento, la aspersión o rociadura con un ramillete de albahaca es más la evocación de un ritual de purificación.

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