La amistad con los santos cambia nuestra vida para siempre
Con su humildad, el santo pasa casi completamente desapercibido; pero se hace presente cuando su auxilio es requerido, cuando es llamado su consuelo, su aliento. Él permanece al lado de quien ha sido abandonado por todos. Para él, ningún problema es insuperable, ningún obstáculo insalvable, cuando se trata de librar a alguien de una situación desesperada. Entonces se vuelve un amigo cercano, alguien que te entiende perfectamente, que te hace sentir protegido y, al mismo tiempo, te hace ruborizarte, al conocer tus propias insuficiencias morales y los pecados que evitas ver en ti.
En la persona del santo, gracias a su disponibilidad, su extrema atención al otro, su capacidad para entregarse sin rodeos a Cristo, la humanidad es sanada y renovada. ¿Cómo se manifiesta concretamente esa renovación? El santo deja entrever, por cada ser humano, un comportamiento lleno de delicadeza, de transparencia, de pureza de pensamiento y de sentimientos. Su delicadeza se proyecta incluso sobre animales y cosas, porque en todo y en todos ve un don del amor de Dios, y también porque no quiere herir ese amor tratando tales dones con indiferencia y dejadez. Él respeta a cada persona y a cada cosa, apiadándose cuando algún hombre o animal sufre.
San Isaac el Sirio decía, sobre la compasión de los santos: “¿Qué es un alma, un corazón lleno de compasión? Es sentir un ardor en el corazón por cada criatura: hombres, aves, animales, reptiles, incluso por los mismos demonios. Al pensar en ellos o al verlos, el santo no puede dejar de derramar incontables lágrimas. Y es que la compasión profunda e intensa que domina el corazón de los santos los hace incapaces de soportar el ver a cualquier criatura herida. Por eso, oran incesantemente, con lágrimas, incluso por los animales, por los adversarios de la verdad y por los que les hacen daño”.
Esta compasión revela un corazón delicado, extremadamente sensible, ajeno a toda severidad, indiferencia y brutalidad. Ella nos demuestra también que la dureza es fruto del pecado y los vicios. En el comportamiento del santo, incluso en sus pensamientos, no se halla ninguna vulgaridad, bajeza, mezquindad o falsedad. En él conviven la delicadeza, la sensibilidad y la transparencia, asociándose a la pureza, la atención generosa a los demás, la disponibildad para participar —con todo su ser— de los problemas y aflicciones de los demás. En todas esas cualidades se manifiesta una realización excepcional de lo humano. (...) Esta delicadeza no evita el contacto con las personas más humildes y no se asusta de las situaciones que otros asumirían como una degradación.
Con la gracia de una conciencia cuya sensibilidad ha sido alimentada y perfeccionada precisamente con esta sensibilidad —la de Dios encarnado para la humanidad, de la que ellos participan—los santos reconocen los estados espirituales más discretos de los demás y evitan todo lo que podría contrarialos, sin omitir, sin embargo, ayudarlos a triunfar sobre sus debilidades y vencer las dificultades. Por eso, el santo es buscado como un confidente de los secretos más íntimos. Porque él es capaz de leer en los demás una necesidad apenas evidente, todo lo bueno que podrían desear. Él se apresura a cumplir con ese deseo y se entrega completamente. Pero él también lee la impureza que haya en las personas, aunque estas se empeñen en ocultarla. La compasión se convierte entonces en purificación por la fuerza delicada de su propia pureza y por el sufrimiento que le provocan las malas intenciones de los otros o sus deseos perversos, y ese sufrimiento permanece en él.
En cada una de tales situaciones, él sabe cuándo y qué debe hacer. Sabe también cuándo debe callar y qué debe hacer. Este sutil discernimiento de los santos, nueva manifestación de la nobleza que les caracteriza, puede ser considerado una suerte de “diplomacia pastoral”.
De la persona del santo brota siempre un espíritu de generosidad, de auto-sacrificio, de atención, de participación sin límites, un calor que llena a las personas y que les da la sensación de haber obtenido las fuerzas necesarias y la alegría de dejar de sentirse solos. El santo es un inocente cordero, dispuesto siempre a sacrificarse y a tomar el dolor de los demás; pero también es un muro invencible para el que quiera apoyarse en él.
Los santos han alcanzado la simpleza pura, porque han superado en ellos cualquier dualidad, cualquier duplicidad, dice San Máximo el Confesor. Han vencido la lucha entre cuerpo y espíritu, entre las buenas intenciones y los actos que las materializan, entre las apariencias engañosas y los pensamientos ocultos, entre lo que pretendemos ser y lo que realmente somos. Ellos se han “simplificado”, al entregarse completamente a Dios. Esta es la razón por la cual son capaces de entregarse totalmente a los demás. Si alguna vez evitan llamar con dureza y por su nombre las debilidades de los hombres, lo hacen para no desalentarlos y para que en ellos crezca la vergüenza, la delicadeza, el agradecimiento, la simpleza y la sinceridad. Los santos siempre dan valor.
Con su humildad, el santo pasa casi completamente desapercibido; pero se hace presente cuando su auxilio es requerido, cuando es llamado su consuelo, su aliento. Él permanece al lado de quien ha sido abandonado por todos. Para él, ningún problema es insuperable, ningún obstáculo insalvable, cuando se trata de librar a alguien de una situación desesperada.
Entonces se vuelve un amigo cercano, alguien que te entiende perfectamente, que te hace sentir protegido y, al mismo tiempo, te hace ruborizarte al conocer tus propias insuficiencias morales y los pecados que evitas ver en ti. El santo te abruma con la sencilla grandeza de su pureza y con el calor de su bondad y atención. Él produce en nosotros la vergüenza de tener un nivel moral tan bajo, de haber desfigurado la humanidad en nosotros, de ser impuros, artificiales, llenos de falsedad y mezquindad.
El santo lleva a Cristo consigo, con la fuerza invencible de Su amor para la salvación de los hombres. El santo representa la naturaleza humana limpia del hollín de lo sub-humano o lo inhumano. Es la rectificación del hombre desfigurado por la animalidad. Él representa al ser humano, cuya transparencia restaurada deja entrever con el modelo de bondad infinita, de fuerza y de sensibilidad inconmensurable, que es Dios encarnado. Es la imagen restablecida del Absoluto vivo y personal hecho hombre. la cima de una altura mareante, pero también de una cercanía muy familiar, por su humanidad tan plena en Dios. Es la persona implicada en un diálogo perfectamente abierto e incesante con Dios y con los demás. Es el reflejo máximo de la humanidad de Cristo.
(Traducido de. Pr. Prof. Dumitru Stăniloae, Rugăciunea lui Iisus și experiența Duhului Sfânt, Editura Deisis)