Palabras de espiritualidad

La añoranza de la vida monacal

  • Foto: Maria Burla

    Foto: Maria Burla

“Cuando veo a algún monje o alguna monja en la calle, con su hábito negro, o cuando escucho el simandrón llamando a la iglesia, cierro los ojos, para no ver al monje o la monja frente a mí, y también me tapo los oídos, para no escuchar ese dulce llamado…. ¡No soporto ver y escuchar todo lo que perdí!”.

Hace relativamente poco tiempo conocí a una monjita del Monasterio “De un madero”, quien me contó el serio drama que vivó de joven. Hoy en día, tiene más de siete décadas de vida monacal. El caso es que hace unos dos o tres años, le pregunté: “¿Cómo está, madre? ¿Cuál es su mayor anhelo en estos momentos?”. Y, entonces, me manifestó dos deseos, dos pensamientos, que, de hecho, son uno solo: que Dios la ayude a morir en el monasterio.

“Pero ¿a qué le teme?”. “¡Me da miedo, padre! Me da miedo, porque lo que sufrí aquel año, en 1959, es algo que no puedo olvidar, y ese sentimiento de que mañana alguien va a abrir un cajón para sacar un documento como aquel… ¡y yo quiero permanecer en el monasterio!”. Y no era capaz de alejar ese temor, de que, un día cualquiera, tuviera que volver a pasar por lo mismo. Yo estoy seguro de que no algo así no volverá a suceder, aunque no sé qué “premonición” siente en su alma. Sin embargo, todo esto me sirve para entender la intensidad con que vivió esos momentos. Y eso mismo les sucede a muchos, quienes, habiendo vivido, de una forma u otra, la dulzura de la vida monacal, no pueden olvidarla después. Es cierto que en la vida del monje hay muchas tentaciones, pero también sucede que la mayoría de personas que entran por la puerta del monasterio, lo hacen para quedarse a vivir ahí por el resto de su vida.

Por supuesto que hay excepciones: hay quienes vuelven al mundo. He conocido algunas de esas personas. Y, a pesar de encontrar una ocupación, un propósito en el mundo, la nostalgia de haber vivido dos, tres, diez o veinte años en el monasterio, es algo muy, muy fuerte, tal como me lo describió, hace unos doce años, en la sede del Patriarcado, una ex-monja. Recuerdo que me dijo: “Cuando veo a algún monje o alguna monja en la calle, con su hábito negro, o cuando escucho el simandrón llamando a la iglesia, cierro los ojos, para no ver al monje o la monja frente a mí, y también me tapo los oídos, para no escuchar ese dulce llamado…. ¡No soporto ver y escuchar todo lo que perdí!”. Y creo que todas esas cosas también las vivieron —y quizá todavía las viven— aquellos que fueron sacados a la fuerza de los monasterios en 1959. Porque, tiempo después, muchos de ellos volvieron a buscar el hábito. Yo mismo conozco varios casos. Pero también hubo otros que eligieron quedarse en el mundo. Y es probable que, hoy en día, deambulen por las calles, las ciudades o en algún lejano poblado, sin el valor de volver al monasterio, o porque distintas circunstancias familiares les impiden dar ese paso.

(Traducido de: Răstignirea monahismului românesc. Decretul 410/1959Editura Doxologia, Iași, 2009, pp. 10-11)

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