La bienaventurada luz de Dios
“Dichoso el pueblo que sabe aclamarte y caminar, Señor, a la luz de Tu presencia; que se regocija en Tu nombre sin cesar y se enorgullece de Tu justicia”.
Sabemos que, cada vez que pronunciamos el Credo, damos un testimonio reconfortante: “Luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero”. Afirmamos que Dios es Luz y recordamos que el profeta David, inspirado por el Espíritu Santo, también dice: “¡Tú eres mi luz, Señor! ¡Alumbra mis tinieblas!” (II Reyes 22, 29).
Cada uno de nosotros habrá experimentado, al menos una vez en su vida, lo que es caminar en la oscuridad más profunda. Es realmente incómodo, y lo que uno quiere es llegar lo antes posible a donde haya luz. ¿Cómo nos sentiríamos si, al llegar la hora acostumbrada del amanecer, el sol no saliera? ¿Qué pasaría si esa oscuridad durara muchas más horas, incluso días? ¡Dios nos libre! Nos sentiríamos como si esas horas o días duraran miles de años, y nuestro corazón explotaría en mil pedazos.
El llamado a la luz divina está dirigido a todos, como leemos: “Dichoso el pueblo que sabe aclamarte y caminar, Señor, a la luz de Tu presencia; que se regocija en Tu nombre sin cesar y se enorgullece de Tu justicia” (Salmos 88, 15-16).
(Traducido de: PS Calinic Argatu, Episcop al Argeșului și Muscelului, Veșnicia de zi cu zi, Editura Curtea Veche, București, 2006, p. 11)