La fe de un hombre sencillo y el amor de la Santísima Virgen María
La fe de aquel hombre me dejó profundamente impresionado, pero también me llenó de admiración el cuidado que la Santísima Virgen procuraba a esa familia.
En los años que estuve viviendo en el Monasterio Stomiou, conocí a un hombre que tenía muchos hijos. Era un hombre agradable y muy sencillo, quien trabajaba como guardia en una aldea de Epiro, a unas cuatro horas y media de camino desde Konitsa, donde vivía su familia. Tenía nueve hijos. Debido a que el camino hacia dicha aldea pasaba junto al monasterio, aquel hombre entraba a visitarnos, tanto cuando iba de camino a su trabajo como al volver a casa unos días después. Cuando regresaba, me pedía que le dejara encender las lamparillas de la iglesia. Aunque siempre derramaba el aceite, yo le permitía que encendiera las veladoras, porque prefería tener que limpiar el piso de la iglesia a causarle alguna tristeza. Y cada vez que salía del monasterio, más o menos a medio kilómetro de distancia, se oía que disparaba su escopeta. Para mí esto era un gran misterio. Así pues, un día decidí seguirlo desde que entró a la iglesia hasta que partió de camino hacia Konitsa, para ver cuál era su proceder.
En resumen, esto fue lo que hizo. Entró a la iglesia y encendió una a una las lamparillas. Después, se encaminó al vestíbulo y encendió la lamparilla que estaba frente al ícono de la Madre del Señor. Una vez hecho esto, introdujo su dedo en el aceite, se puso de rodillas, alzó las manos hacia el ícono, y dijo: “Santísima Madre de Dios, sabes que tengo nueve hijos. ¡Pör favor, envíales un poco de carne!”. Posteriormente, ungió la mira de la escopeta con el aceite que tenía en el dedo y salió. Más o menos a unos trescientos metros de distancia del monasterio, entre unos grandes matorrales, había una cabra salvaje. Y, según pude ver, el animal parecía estar esperándolo. Entonces, el hombre tomó la escopeta, apuntó y disparó, matando al animal. Después, se lo puso al hombro y lo llevó a un lugar retirado, donde empezó a destazarlo. Al terminar, sacó una bolsa grande de su bolsillo y puso ahí los trozos de carne, que después llevó a su familia. Esta era su rutina cada vez que volvía del trabajo. La fe de aquel hombre me dejó profundamente impresionado, pero también me llenó de admiración el cuidado que la Santísima Virgen procuraba a esa familia.
Luego de unos veinticinco años, cuando yo ya estaba viviendo en el Santo Monte Athos, aquel hombre vino a buscarme. En un momento dado, le pregunté: “¿Cómo están tus hijos? ¿En dónde viven ahora?”. Entonces, extendió su mano y, señalando al norte, dijo: “Unos viven en Alemania”, después dirigó la mano al sur y agregó: “Otros están en Australia. ¡Gracias a Dios, todos crecieron sanos!”.
Aquel hombre supo guardar su fe y mantenerse puro de cualquier ideología atea. Por esta razón, Dios nunca lo abandonó.
(Traducido de: Cuviosul Paisie Aghioritul, Trezire duhovnicească, Schitul Lacu, Sfântul Munte Athos, 2000, pp. 248-249)