La fe y la práctica de las buenas obras
¿Cómo podría existir la fe sin el cumplimiento de la voluntad de Dios, que es la realización de buenas obras?
La fe verdadera (viva) y las buenas acciones constituyen eso que, en la física moderna —que ha renunciado a la causalidad— se llama un “par de fuerza”.
Santiago 2, 14: “¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: ‘Tengo fe’, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe?”.
Y 2, 17: “Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta”.
La oposición entre ambos aspectos (la fe y la acción) es, así pues, fáctica: ¿cómo podría existir la fe sin el cumplimiento de la voluntad de Dios, que es la realización de buenas obras?
Tito 3, 8: “Quiero que inculques constantemente estas cosas, para que los que han creído en Dios sobresalgan en buenas obras”.
¿Y si, a pesar de creer, haces lo que no quieres hacer? (Romanos 7, 19)
Me parece que este caso se asemeja al de las normas de cortesía: ¿quién tiene que saludar a quién? ¿El que viene a caballo al que camina a pie? ¿El que va acompañado al que anda solo? Y un largo etcétera. Y todo eso se entrelaza minuciosamente y sin precisión. Pero, con una sola disposición final, todo queda anulado: el hombre cortés, una vez mira que se acerca un conocido, lo saluda.
En resumen: nos salvamos, por supuesto, por medio de la fe, no por nuestros actos (si pensáramos que nos salvamos por medio de nuestros actos, estaríamos actuando como los fariseos, asumiendo la salvación como un contrato, un derecho, un acto de magia. Y Dios estaría obligado a concedernos la salvación a cambio de nuestros buenos actos). Pero es que la fe, inevitablemente, atrae hacia sí las buenas acciones, o al menos el deseo o el intento de practicarlas, así como el pesar cuando ese deseo no se lleva a cabo, o cuando nuestra intención fracasa. De relación entre la fe y las buenas acciones suele crearse un enredo, una confusión sin par, una discusión que nadie parece poder resolver. Pero sabemos una cosa: que sobre tanta confusión y tanto enredo aparece una nube luminosa: la infinita misericordia de nuestro Señor Jesús.
(Traducido de: Nicolae Steinhardt, Jurnalul fericirii, Editura Mănăstirii Rohia, Rohia, 2005, pp. 271-272)