La fuerza de la oración de los niños
Drigió los ojos al cielo y se echó a llorar. Al principio, calladamente; después, con tanta fuerza, que parecía que su blusa era agitada por un viento rezagado de la tormenta...
Era verano, justo en la temporada cuando el maíz alcanza la altura de un hombre. Creo que yo tenía unos siete años, y me mantenía en casa con mi mamá y mis cinco hermanos. Sólo mi papá faltaba, porque salía a trabajar. Repentinamente, la luz que venía de afuera comenzó a languidecer suavemente y, poco a poco, se hizo como de noche, a pesar de que era el mediodía. En un momento dado, los rayos y truenos hicieron acto de presencia sobre nuestra aldea, estremeciéndonos por completo. Las ráfagas de viento comenzaron a soplar con fuerza, arrojando piedrecitas a los cristales de las ventanas. Las ramas de algunos árboles fueron arrancadas de tajo por la fuerza del temporal, al igual que trozos de las vigas de madera de la vieja casa del vecino...
Recuerdo que mi mamá entró en casa muy asustada y, dirigiéndose a la habitación en donde estábamos los niños, nos dijo, con los ojos llenos de preocupación:
—¡Arrodillémonos ante los íconos, hijitos, y pidámosle a Dios que no se destruya el maizal, si no, nos quedaremos sin comida!
Después de encender una vela en un pequeño candelero, guardada especialmente desde la Pascua, comenzó a hacer postraciones, sin poder contener el llanto. Alexandrina, Maria, Gelu, Silvia, Olga y yo la imitamos en el acto, llorando también.
—¡Señor, no nos castigues!
Luego de una hora, la tormenta comenzó a amainar. Al poco tiempo, la luz del sol comenzó a aparecer nuevamente con timidez.
Mamá nos pidió que descansáramos un poco, y después salió a comprobar los daños causados por la tormenta. A los pocos segundos, la oímos llamarnos con la voz llena de emoción:
—¡Salgan un poco, niños!
Con la mano extendida, nos señaló los cultivos de los vecinos, completamente destruidos. ¡Pero nuestro maizal estaba intacto! Parecía como si la tormenta se hubiera detenido al alcanzar nuestro cercado. Las mazorcas, lavadas y rejuvenecidas, parecían más lindas y más llenas de vida. Después comprobamos que ningún árbol de nuestra huerta había sido afectado por la lluvia.
—Ven, hijos, este es el fruto de las oraciones y postraciones que hicieron, y de la luz de la vela de la Pascua —nos dijo, muy conmovida.
Drigió los ojos al cielo y se echó a llorar. Al principio, calladamente; después, con tanta fuerza, que parecía que su blusa era agitada por un viento rezagado de la tormenta...
(Traducido de: Grigore Caraza, Aiud însângerat, Ed. Conta, 2010, p. 36)