Palabras de espiritualidad

La increíble fe de un hombre muy sencillo

  • Foto: Bogdan Zamfirescu

    Foto: Bogdan Zamfirescu

Translation and adaptation:

Un suceso relatado por el padre Paisos del Monte Athos:

«Cierta vez conocí a un hombre increíblemente bondadoso y sensible. Tan grande era su sensibilidad, que incluso rechazaba quedarse a dormir en el monasterio, con tal de no ser una carga para los monjes. En ese entonces yo era el responsable de hospedar a los visitantes y peregrinos. Un día de esos, después de almuerzo, salí un momento al balcón y vi que había un hombre tendido sobre las piedras que estaban junto al muro del monasterio. Como me interesaba saber si le había pasado algo, bajé y me le acerqué.

—¿Te pasa algo? ¿Por qué no entras y descansas un poco en el monasterio?

No se preocupe, padre, estoy bien aquí, respondió él.

¡Insisto, puedes pasar adelante!

Padre, yo sé que los monjes velan toda la noche y a estas horas se sienten cansados, porque además de esto, ayunan mucho. Seguramente, después de comer algo se retiran a descansar un poco… ¿por qué habría de perturbar su tranquilidad? ¡No, no es correcto!

Así pensaba él. Esto es señal de salud mental y espiritual, en tanto que había muchos visitantes que venían a ser servidos o con malvadas intenciones. Había quienes hasta nos demandaban cosas… Bien, el caso es que finalmente logré convencer a nuestro hombre, con quien, luego de conversar largo y tendido, entablé una agradable amistad.

Ahora escuchen qué es lo que pasaba con aquel hombre. Perdió a sus padres cuando era muy pequeño, razón por la cual creció en un hospicio. Cuando alcanzó la edad adulta, consiguió trabajo como portaequipajes en el puerto de Tesalónica. Ahí conoció a una chica, con quien se casó un tiempo después. No está de más mencionar que esto lo llenó de una profunda alegría, porque finalmente pudo tener la familia que tanta falta le había hecho. Sus suegros lo trataban como si fuera su propio hijo, y por eso decidieron vivir lo más cerca posible de ellos. Tan fuerte era el lazo que lo unía con los dos ancianos, que, al volver del trabajo, pasaba primero a saludarlos a ellos y a ver si necesitaban algo, y sólo después se retiraba a su propia casa, con su esposa. También era muy devoto. Solía repetir todo el tiempo la “Oración de Jesús”, incluso mientras trabajaba cargando maletas en el puerto.

Sin embargo, había una cosa que le preocupaba mucho: los dos ancianos no tenían ninguna relación con la iglesia ni con las cosas de la fe. De hecho, su suegro solía blasfemar mucho, lo cual le provocaba una profunda tristeza a nuestro hombre. Así, comenzó a pedirle a Dios que no se llevara de esta vida a su suegro, sin que antes este se arrepintiera sinceramente por sus pecados. También a mí me pidió que orara por su ellos.

Así, sucedió que un día el anciano se enfermó gravemente y tuvieron que hospitalizarlo. Estuvo internado varias semanas. Un día de esos, al regresar del trabajo, nuestro hombre pasó al hospital a ver a su suegro. Cuando llegó al pabellón donde tenían al anciano, vio que su cama estaba vacía. Lo buscó por todas partes, pero no lo encontró. Entonces, se acercó a una enfermera que pasaba por ahí, y le preguntó por el anciano.

—¿Quién? ¡Ah, sí, hoy falleció! Lo tienen abajo, en la morgue.

Aquel hombre sintió como si le hubiera caído un rayo. “¿Por qué te lo llevaste, Señor, si él no estaba preparado, si no tenía ninguna oportunidad de salvarse? ¿Por qué, Señor?”. Y empezó a orar con fervor, con el corazón lleno de dolor. En un momento dado, pensó: “¿Qué tan difícil es que Dios lo envíe de vuelta? ¡Para Él todo es muy fácil!”, y empezó a pedirle a Dios que hiciera posible ese deseo suyo, aparentemente inalcanzable.

Finalmente, encontró la morgue del hospital. Entró. Preguntó por su suegro y, acercándosele, lo tomó de la mano. Le dijo: “¡Vamos, levántate! ¡Vámonos a la casa!” … y el muerto se levantó y lo siguió».

 

“¿Es cierto, padre? ¿Realmente se levantó?”, le pregunté al padre, lleno de incredulidad.

“Sí, es cierto”.

 “¿Y aún vive?”.

 “No, ya está muerto. Vivió unos años más, se arrepintió, se volvió un buen cristiano, y Cristo se lo llevó a Su Reino”.

Me quedé atónito.

“¿Es posible que esas cosas sigan ocurriendo actualmente, padre?”, le pregunté confundido.

“¿Lo has visto? Mi amigo, el cargador de maletas, era un laico común y corriente. ¡Pero era tan humilde! Y tenía una fe tan profunda… ¿Es que Cristo no dijo: ‘Quien crea en Mí podrá hacer lo mismo que Yo, y aun cosas más grandes’? ¿Por qué habría de asombrarnos eso que pasó? ¿Acaso Cristo no resucitó muertos? ¿A Lázaro? ¿Al hijo de la viuda? ¿A la hija de Jairo? ¿Es que los Apóstoles no hicieron milagros semejantes? ¡Cuántos milagros han obrado todos los santos de Dios! ¿Por qué, entonces, habría de sorprenderme lo que hizo aquel hombre?”.