La Madre del Señor prometió estar con nosotros para siempre, y nunca ha faltado a esa promesa
Como ofrenda de gratitud, las más bellas palabras jamás pronunciadas por la humanidad han sido dedicadas a ella, quien es la Reina del Cielo y la tierra, más venerada que los Querubines y los Serafines, la Madre de la luz, Madre de la oración, fuente de misericordia, pronto auxilio, muro infranqueable y protectora del mundo.
Después de la Ascensión del Señor a los Cielos, Su Santísima Madre pasó a ser el gran consuelo de los Santos Apóstoles y de quienes creyeron y siguieron al Divino Maestro.
El corazón de la Madre del Señor atesoraba innumerables misterios e inefables alegrías. Había visto tantas cosas prodigiosas, había escuchado tantas palabras hasta ese momento desconocidas para ella, tantos misterios habrían de encomendársele a su Hijo, nuestro Señor Jesucristo… y ella fue guardando todo eso en su corazón. Muchas de las cosas que ahora conocemos por medio de los Evangelios, los santos evangelistas, especialmente San Juan, las escucharon de su boca.
La Santa Tradición nos dice que la Madre del Señor vivió el resto de su vida terrenal en una silenciosa humildad, junto a Juan, el discípulo amado, en Éfeso. Pero también solía visitar los Santos Lugares de Jerusalén, escenario de tantos y tan santos recuerdos, y en donde habría de clausurar su vida terrenal. En Getsemaní, el sepulcro de la Madre del Señor sigue siendo venerado hoy en día por todo el mundo cristiano.
Dice también la Santa Tradición, que, no mucho después de su santa Dormición, cuando los Santos Apóstoles se reunían para cenar juntos y proclamar: “¡Grande es el Nombre de la Santísima Trinidad! ¡Señor Jesucristo, ayúdanos!”, un día, la Madre del Señor se les mostró rodeada de una legión de luminosos ángeles, y les dijo: “¡Alegraos, porque yo estoy con vosotros todos los días!”. Entonces, los discípulos, con estremecimiento y felicidad, exclamaron: “¡Santísima Madre de Dios, ayúdanos!”. Y desde entonces quedó establecida esa oración que se practica aún hoy en los santos monasterios, cuando todos los monjes se sientan a comer juntos, los domingos y los días festivos, y que nos recuerda la promesa de la Madre del Señor: “¡Alegraos, porque yo estoy con vosotros todos los días!”.
¡Qué grande fue la alegría de los Santos Apóstoles y qué grande es la esperanza de todos los cristianos, conociendo esa promesa de la Madre del Señor! En verdad, la Madre del Señor nos prometió estar con nosotros todo el tiempo, y ella respeta fielmente esa promesa. Por eso es que nos la encntramos a cada paso que damos en nuestra vida terrenal. El mundo cristiano está lleno de iglesias dedicadas a la Madre del Señor e incontables son los íconos de ella que obran admirables milagros, por medio de los cuales rebosa incesantemente sus dones, sobre los fieles que acuden a ella con fe y devoción.
Por eso, como ofrenda de gratitud, las más bellas palabras jamás pronunciadas por la humanidad han sido dedicadas a ella, quien es la Reina del Cielo y la tierra, más venerada que los Querubines y los Serafines, la Madre de la luz, Madre de la oración, fuente de misericordia, pronto auxilio, muro infranqueable y protectora del mundo.
(Traducido de: Ieromonahul Petroniu Tănase, Chemarea Sfintei Ortodoxii, Editura Bizantină, București, 2006, pp. 17-19)