La mansedumbre que alcanzamos por medio del Señor
El Señor murió por aquellos a los que había llenado de bondades, quienes, después de recibir tanto bien, alzaron su espada contra Él.
La mansedumbre, el control de la ira y un buen comportamiento para con aquellos que nos han ofendido son aspectos que el mismo Señor nos enseñó de distintas maneras, aunque quizás la más importante de todas sea el ejemplo de Su propia vida y los sufrimientos que soportó por nosotros. En primer lugar, el Señor asumió un cuerpo como el nuestro, por amor a aquellos que tanto lo entristecían, y vino a salvar a aquellos que oscurecían, con sus iniquidades, Su imagen y bondadades, siendo incapaces ya de toda virtud.
Uno de Sus discípulos se dejó comprar por el maligno. No obstante, el Señor no lo apartó del grupo de los Apóstoles, sino que permitió que siguiera cerca de Él (Mateo 26, 23; Juan 13, 26), al igual que Sus otros amigos. Se sentó a la mesa con Su propio asesino y como consejero tomó al que habría de traicionarle. Le impartió Su Sangre, se dejó abrazar y, finalmente, hasta besar por él. (Mateo 26, 49)
En pocas palabras, todo lo que era excepcional e inédito, todo eso lo hizo por nosotros. Murió por aquellos a los que había llenado de bondades, quienes, después de recibir tanto bien, alzaron su espada contra Él, en tanto que Su amigo ordenaba a quienes lo buscaban que lo mataran (Mateo 26, 47). Un beso fue la señal acordada para atraparlo, y Aquel que fue besado se comportó con tanta serenidad y buena disposición, que hasta sanó a uno de los que venían tras Él, quien había sido herido por un discípulo Suyo (Lucas 22, 51). Y el Señor no hizo nada en contra de Sus captores ni hizo que lloviera fuego sobre ellos. Ni siquiera hizo que les cayera un rayo, como hubiera sido justo, porque, aún viendo Su extraordinaria bondad y Sus milagros, no sólo no temieron a Dios, sino que tampoco se avergonzaron de lo que estaban haciendo y por hacer.
Aquel al que ni siquiera las legiones celestiales se atrevían a ver, caminaba voluntariamente entre quienes lo habían apresado. Le habían atado esas manos con las que había librado a publicanos, pecadores y enfermos de las ataduras de la enfermedad y de la tiranía de los espíritus impuros. Al siervo que lo golpeó no lo hizo morir en el instante, como podría haber ocurrido, sino que solamente le pidió una explicación, y como pudo cambió la opinión de todos sobre Él.
Meditemos sobre lo siguiente: condenado a muerte por unos jueces inicuos, el Señor escucha tranquilamente la sentencia, y posteriormente, después de ser crucificado, se halla tan lejos de retirarles Su amor a quienes le mataban, que, al contrario, le pide a Su Padre que no tome en cuentra este pecado cometido en contra de Su Hijo Unigénito. Y lo hace, defendiéndolos ante el Padre con amor y fervor: “Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23, 34), justamente como un padre que intercede ante el mentor de sus hijos para que sea indulgente con ellos por las faltas cometidas.
(Traducido de: Sfântul Nicolae Cabasila, Despre viața în Hristos, 2009 p. 197)