La muerte pone al hombre frente a frente con la verdad de la vida
Sólo la muerte puede llenar de grandeza y sentido algo que en apariencia es ínfimo, insignificante: la forma en que preparamos y servimos una taza de té, o cómo colocamos la almohada para que se recueste un enfermo, el tono de nuestra voz cuando le hablamos, la forma en que nos movemos... todo puede expresar la profundidad de nuestro vínculo espiritual.
Tres años sufrió mi mamá por causa del cáncer. Fue operada sin éxito. El doctor nos informó de los resultados de la cirugía, agregando: “Eso sí, que ella no sepa nada”. Yo le respondí: “¡Por supuesto que voy a decírselo!”. Y así lo hice. Me acuerdo que me incliné hacia ella y le dije, lleno de serenidad, que el médico acababa de llamar para anunciarnos que la operación no había tenido el resultado esperado. Lo que siguió fue un largo silencio. Después, mi mamá dijo: “Eso significa que voy a morirme”. Le respondí: “Sí”. Otro silencio muy largo, compartiéndonos mutuamente todo lo que estábamos viviendo en ese momento, pero sin decirnos una sola palabra. Ni siquiera nos interesaba buscar otra manera de examinar la situación. Estábamos ante un intruso que había parecido en nuestra vida para trastocar todo. No era un fantasma, no era un ser maligno, no era un espectro. Era algo definitivo, algo que teníamos que aceptar, aún sin saber cómo terminaría todo. Nos quedamos en silencio, justo el tiempo necesario que nos requerían nuestros propios sentimientos. Después, la vida siguió con su curso. Así, sucedieron dos cosas. La primera: en ningún momento, ni mi madre ni yo sentimos la necesidad de consolarnos con alguna mentira, obligados a representar una comedia... pero tampoco nos quedamos desarmados. Ninca sentí la necesidad de entrar en la habitación de mi madre con una sonrisa falsa en la boca, diciendo algo que no fuera cierto. A ninguno de los dos nos interesaba representar la comedia de la vida triunfante sobre la muerte, ni pretender que la enfermedad estaba retrocediendo, o que las cosas en realidad estaban mejor de lo que creíamos, cuando ambos sabíamos que no era así. Pero en ningún momento dejamos de sentir el apoyo del otro. Había momentos en los que mi mamá sentía que necesitaba de mi auxilio. Tomaba la campanita que había en su mesita de noche y la hacía repicar fuertemente. Yo venía y nos poníamos a hablar de su muerte, de mi dolor, del dolor de separarnos. Ella amaba la vida, la amaba profundamente. Pocos días antes de morir me dijo que estaría dispuesta a vivir 150 años en sufrimiento, con tal de seguir viviendo... Amaba la belleza de la primavera, que justo estaba por venir. Nos amaba a nosotros. La idea de separarnos la llenaba de dolor. “¡Oh, si tan sólo pudiera volver a tocar esa mano que ya no está y escuchar el sonido de una voz que ha callado para siempre!” (Tennyson).
Vinieron otros momentos, en los que el dolor de la separación se hizo insoportable, y entonces hablábamos largamente sobre todo eso. Ella, por su parte, me ofrecía todo su apoyo, consolándome por su muerte. Jamás me mintió. Precisamente por eso, nuestra relación siempre estuvo marcada profundamente por la verdad. Había también otro aspecto, uno que ya mencioné. Debido a que la muerte se acercaba cada vez más, mi madre sentía la necesidad de expresar, de la forma más íntegra y cierta, el aprecio y el amor que caracterizaba a nuestra relación. Sólo la muerte puede llenar de grandeza y sentido algo que en apariencia es ínfimo, insignificante: la forma en que preparamos y servimos una taza de té, o cómo colocamos la almohada para que se recueste un enfermo, el tono de nuestra voz cuando le hablamos, la forma en que nos movemos... todo puede expresar la profundidad de nuestro vínculo espiritual. Si se percibe alguna nota falsa, si aparece alguna diferencia, algo que amenace con destruir la armonía, todo debe ser reparado en el instante. La más pequeña duda puede provocar un daño terrible, la más mínima postergación puede hacer que el tiempo pase irremediablemente. La muerte pone al hombre frente a frente con la verdad de la vida, con una intensidad y una transparencia sin igual.
(Traducido de: Mitropolitul Antonie al Surojului, Viaţa, boala, moartea, Editura Sfântul Siluan, 2010, p. 82-84)