“La Natividad de Cristo, inicio de la vida nueva” (Carta pastoral de Navidad, 2025. Metropolitano Teófano)
Desde ese momento, los hombres empezaron a comprender cuál es la verdadera relación entre Dios y el mundo; comenzaron a ver que Dios es su Padre, es decir, todo lo que puede serles más cercano y más amoroso.
† TEÓFANO
Por la Gracia de Dios, Arzobispo de Iaşi y Metropolitano de Moldova y Bucovina.
Amados párrocos, piadosos moradores de los santos monasterios y pueblo ortodoxo de Dios, del Arzobispado de Iaşi:
Gracia, alegría, perdón y auxilio del Dios glorificado en Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
“El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida ” (I Juan 5, 12)
Amados hermanos sacerdotes y diáconos,
Venerables monjes y monjas,
Cristianos ortodoxos,
Por la misericordia del Señor, hemos llegado nuevamente a la gloriosa fiesta del Nacimiento de nuestro Señor Jesucristo. Nuevamente somos llamados a profundizar, con nuestra mente y con nuestra alma, en el inefable misterio del descenso del Hijo y Palabra de Dios entre los hombres. “Un extraño y glorioso misterio presencio” [1], repite en estos días un bello cántico litúrgico. Es un misterio extraño, sí, porque la mente común, ordinaria, no lo puede entender, no lo puede comprender en su verdadera profundidad. En relación con este Misterio, nos preguntamos, ¿por qué quiso Dios hacerse un hombre? De igual forma, ¿en qué medida, aquel suceso, que tuvo lugar hace más de dos mil años en la gruta de Belén, puede significar algo para nosotros, los hombres de hoy?
En aquella noche santa —nos dice el Santo padre Dumitru Stăniloae— Dios «se dio a conocer por primera vez al mundo, pues “tanto amó Dios al mundo, que entregó a Su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Juan 3, 16). Entonces irrumpió la revelación del amor supremo de Dios hacia el mundo, un amor que no puede compararse con ningún otro. En aquella noche, Dios comenzó a revelar a los hombres Su verdadero rostro y a mostrar cuán preciosa le es la naturaleza humana. Desde ese momento, los hombres empezaron a comprender cuál es la verdadera relación entre Dios y el mundo; comenzaron a ver que Dios es su Padre, es decir, todo lo que puede serles más cercano y más amoroso». [2].
Con el Nacimiento del Hijo de Dios como hombre, con Su descenso y Su morada entre nosotros, Dios Mismo se nos revela tal cual es, es decir, muy misericordioso y muy amoroso con la humanidad. Un Dios que hace todo por alzar al hombre desde la corrupción y la muerte, un Dios que desea hacernos a todos hijas e hijos Suyos.
Amados fieles,
Con el Nacimiento de Cristo no celebramos un mero acontecimiento histórico, del cual nos alegramos, al cual honramos, pero que permanece fuera de nosotros; es decir, si después de los días de celebración continuamos nuestra vida tal cual era antes. Desde luego, el descenso de Dios entre los hombres es un acontecimiento que sucedió en un tiempo determinado, en un lugar preciso, pero la Natividad de Cristo es algo que concierne de forma directa a cada uno de nosotros.
El Hijo de Dios se hace hombre, «por nosotros y para nuestra salvación», como confesamos en el Credo, para abrirnos una perspectiva existencial, para darnos una vida nueva, que es, de hecho, la vida de Dios Mismo. Un cántico alusivo a la fiesta de la Encarnación de Cristo dice: «El misterio oculto por siglos se revela hoy, y el Hijo de Dios se hace Hijo del Hombre, para que, haciéndose partícipe de lo que está más bajo, me haga a mí partícipe de lo que está más alto. Engañado fue en otro tiempo Adán y, deseando ser dios, no lo fue; pero ahora Dios se hace hombre, para hacer de Adán un dios» [3].
A su vez, San Máximo el Confesor subraya: «La Palabra de Dios quiere obrar siempre y en todos el misterio de Su Encarnación» [4]. Con Su Encarnación, Cristo el Señor une en Sí, de forma mística, la divinidad y la humanidad, siendo, al mismo tiempo, Dios verdadero y Hombre verdadero. Él se hace, así, un puente entre nosotros, los hombres, y Dios-Padre, Es «la piedra angular» [5], uniendo la humanidad con la divinidad. Al mismo tiempo, Él nos revela en Sí la verdadera imagen del Hombre, tal como fuera pensada y deseada por el Creador en el acto de la creación.
¿Cómo se realiza en nosotros el misterio de la Encarnación de Cristo? El comienzo es el Bautismo, con el volver a nacer desde el agua y el Espíritu, cuando nos injertamos en Cristo, haciéndonos, así, parte de Su Cuerpo, que es la Iglesia. El que es bautizado, recibe la imagen de Cristo [6], «se une y hace suyos los sentimientos y las funciones del cuerpo de Cristo» [7]. Desde ese momento, se nos participa la vida divina, y esta vida, brotando en nosotros, nos transforma, nos renueva existencialmente. «Yo soy la vid», dice el Señor, «y vosotros, los sarmientos. Quien permanece en Mí y Yo en él, da frutos en abundancia, porque sin Mí nada podéis hacer» [8]. Entendemos, así, que la vida plena, auténtica, del hombre, no es la vida autónoma, centrada en sí misma, limitada a las propias fuerzas, sino la vida humano-divina, según la imagen de Cristo, Quien es Dios y Hombre. Sobre el cimiento del Bautismo, el cristiano es llamado a que, a lo largo de toda su vida, con un esfuerzo permanente, busque más y más la semejanza con nuestro Señor Jesucristo. Este esfuerzo no tiene como objetivo el simple deseo de alcanzar un perfil moral mucho mejor, sino la obtención de una forma de existencia mucho más elevada, excelsa, una vida de santidad: «Sed santos, como Yo, su Señor y Dios, soy santo» [9]. La santidad es la consecuencia de la colaboración entre el hombre y Dios. Por eso, la oración, el ayuno, la caridad y todas las demás formas de practicar la virtud deben desarrollarse en un estrecho entrelazamiento con la voluntad de Dios, en un diálogo vivo y personal con Él: «Tal como desde lo alto viniste a nosotros, ven ahora a mi humildad. Y, del mismo modo en que tuviste a bien yacer en un pesebre, en el establo, acepta entrar al establo de mi alma y a mi cuerpo lleno de iniquidad», decimos en una de las oraciones previas a recibir la Comunión [10].
La vida nueva que el ser humano recibe a través de los Sacramentos lo transfigura, de tal modo que él mismo llega a ser signo de la presencia de Dios para sus semejantes, ayudándolos también a encontrar a Dios. Dice el padre Zacarías Zaharou: «Cuando Cristo mora en el corazón, se convierte en el don más precioso que el hombre puede ofrecer a su prójimo. El servidor de Dios, como una “fragancia agradable de Cristo”, comunica a quienes lo rodean el perfume de la humildad y del amor divino. Llega a ser para ellos un Evangelio sin palabras. Ya sea que hable o que guarde silencio, les entrega el contenido de su corazón: a Jesucristo, fuente de la vida imperecedera». [11].
Amado pueblo de Dios,
El propósito de nuestra vida cristiana es uno muy elevado, el de hacernos, por medio de la Gracia, hijos de Dios-Padre, de abarcar en nosotros y vivir la vida divina. En otras palabras, consiste en que todos alcancemos «la medida de la edad de la perfección de Cristo» [12]. Es un propósito sublime, mucho más allá de nuestras propias fuerzas, al cual podemos llegar empezando desde los más pequeños e insignificantes aspectos de nuestra vida cotidiana.
El principal cuidado que debemos practicar continuamente es el de pasar cada uno de nuestros días sin cometer pecado. Tal como nos lo enseña el Venerable Sofronio Sajárov: «Si nos esmeramos en guardar en todo momento los mandamientos de Dios, y si en nuestras oraciones decimos: “Haznos dignos, Señor, en este día, en esta tarde, en esta noche, de mantenernos sin pecado”, entonces este “sin pecado” dará al Espíritu Santo la posibilidad de venir a nosotros y revelarnos todo el conocimiento de Dios tal como es». [13].
Perseveremos en la oración. Ella nos sitúa en una relación personal y viva con Dios, que desciende a nuestra alma y nos transforma en «templo del Espíritu Santo» [14]. Vivimos en un mundo que ya no encuentra tiempo, o ya no quiere orar. Precisamente por eso, los cristianos tienen la responsabilidad de, orando, ensanchar su corazón para acoger al mayor número posible de sus semejantes, si es posible, a todo el mundo, pidiendo que sobre todos se derrame la misericordia de Dios. Esforcémonos por conservar y edificar la unidad con quienes nos rodean: en nuestra familia, en nuestra comunidad monástica, en nuestro lugar de trabajo y en la sociedad en general. ¿Cómo lo lograremos? Soportando «las pequeñas fricciones de la vida cotidiana» [15], pasando por alto las faltas de nuestros semejantes, siendo conscientes de que también nosotros, a nuestra vez, erramos. Pues, como dice el padre Proclu, «no hay nada que favorezca tanto que el Espíritu Santo venga a morar en el corazón de alguien, como la virtud de pasar por alto las debilidades de los demás» [16].
Todo esto se cumple de forma real con la participación en la vida litúrgica del Cuerpo de Cristo, es decir, la Iglesia. Aquí, al sernos impartidos los Purísimos Dones, la vida de Cristo se hace la nuestra, transfigurándonos, poco a poco, haciendo que nuestro ser entero se vaya asemejando cada vez más a Él. Esto lo subraya San Nicolás Cabasilas, cuando dice: «El pensamiento de Cristo se hace uno con nuestro pensamiento, Su voluntad, una con nuestra voluntad, ¡Su Cuerpo y Su Sangre, uno con nuestro cuerpo y con nuestra sangre! Y, entonces, ¡cuán poderoso debe ser nuestro pensamiento cuando es gobernado por el pensamiento de Dios; cuán firme nuestra voluntad, cuando el Señor mismo la mueve; y cuán encendido nuestro valor, cuando el fuego mismo se derrama sobre él!» [17].
Cristianos ortodoxos,
¡Agradeciéndole a Dios por todas las bondades que ha rebosado sobre nosotros en el año que terminamos, les deseo a todos que la alegría de la fiesta de la Natividad de Cristo llene sus almas, sus hogares o sus monasterios! Que Aquel que nació en el pesebre, en Belén «nazca y crezca» en nuestros corazones! Mantengamos la mirada dirigida a Cristo, el Señor. Que Él sea «nuestra protección y nuestro poder, nuestro auxilio en las dificultades que nos rodean» [18].
¡Un abrazo para todos y cada uno de ustedes, en el amor de Dios, mientras con el alma les deseo una fiesta de la Natividad del Señor con mucha felicidad!
¡Un Año Nuevo lleno de bendiciones!
† TEÓFANO
Metropolitano de Moldova y Bucovina
Notas bibliográficas:
[1] Irmos del canto IX, Maitines del 25 de diciembre., Mineiul pe decembrie, Ed. Institutului Biblic şi de Misiune al Bisericii Ortodoxe Române, Bucarest, 2005, p. 445.
[2] Dumitru Stăniloae, „Chipul Fiului” [El rostro del Hijo] în Cultură şi duhovnicie. Articole publicate în Telegraful Român (1942-1993), vol. 3, Ed. Basilica, Bucarest, 2013, p. 503.
[3] Gloria en los Laudes, Mineiul pe martie, pp. 201-202.
[4] San Máximo el Confesor, Scrieri. Partea I, Ambigua, [Textos. Parte I. Ambigua] traducere din greceşte, introducere şi note de D. Stăniloae, Părinţi şi Scriitori Biseri- ceşti 80, EIBMBOR, Bucarest, 1983, p. 87.
[6] Cf. Eucologion, Editura Institutului Biblic şi de Misiune al Bisericii Ortodoxe Române, Bucarest, 1998, p. 28; Galateni 4, 19.
[7] Panayotis Nellas, Omul – animal îndumnezeit. Perspective pentru o antropologie ortodoxă, [El hombre, animal deificado. Perspectivas para una antropología ortodoxa]. Studiu introductiv şi traducere de diac. Ioan I. Ică jr., Ed. Deisis, Sibiu, 2002, p. 148.
[10] Oración segunda, de San Juan Crisóstomo.
[11] Archim. Zacarías, Ecourile Duhului [Los ecos del Espíritu], traducere monahiile Tecla şi Porfiria, Mănăstirea Stavropighie Sfântul Ioan Botezătorul, Essex, Inglaterra, 2025, p. 72.
[13] Venerable Sofronio el Athonita, Cuvântări duhovniceşti, [Palabras espirituales] vol. 1, tradu- cere din limba rusă de Ierom. Rafail (Noica), ediţia a III-a revăzută, Mănăstirea Stavropighie Sfântul Ioan Botezătorul, Essex, Inglaterra, 2024, p. 112.
[15] Venerable Sofronio el Athonita, Cuvântări duhovniceşti, vol. 1, p. 261.
[16] Padre Proclu Nicău, Lupta pentru smerenie şi pocăinţă [Lucha por la humildad y ], Editura Agaton, Făgăraş, 2010, p. 25.
[17] Nicolás Cabasilas, Despre viaţa în Hristos [Sobre la vida en Cristo], studiu introductiv şi traducere de Pr. Prof. Dr. Dumitru Bodogae, Ed. Arhiepiscopiei Bucureştilor, Bucarest, 1989, p. 195.
