La negación de la propia voluntad
Con esto, sin querer hacer su voluntad, termina haciéndola siempre. Porque, al no tener nada propio, todo lo que hace es suyo. Y así es como llega a anular todas sus pasiones, alcanzando la pureza.
Tal como un viajero que, hallando en su camino un tronco de árbol, lo aparta y sigue con su trayecto, lo mismo ocurre con el hombre que avanza renunciando a su propia voluntad.
Porque, negando su voluntad, obtiene también la pureza y, con esto, alcanza con Dios la perfecta integridad. Y se vuelve capaz de renunciar a hacer su voluntad, varias veces en un pequeño trecho. Puede que vea algo y piense: “Mira aquello”, pero le responda a su mente: “¡No lo mires!”, y niegue su propia voluntad. Más adelante puede que vea a alguien insultando, y su mente le diga: “Venga, repite esa palabra”. Pero, renunciando a su voluntad, no lo hace. Y también puede que su mente le exhorte: “Vamos a ver qué están preparando de comer”, pero no acepta. O puede que vea que alguien ha traído algo (al monasterio), y su mente le diga: “¿Por qué no preguntas quién trajo esto?”. Pero, renunciando a su voluntad, él no lo hace.
Y, haciendo siempre lo mismo, se acostumbra a negar su voluntad, desde lo más pequeño hasta lo más grande, hasta llegar al punto de extinguirla. A partir de ese momento, acepta todo lo que le ocurra como si le fuera propio. Con esto, sin querer hacer su voluntad, termina haciéndola siempre. Porque, al no tener nada propio, todo lo que hace es suyo. Y así es como llega a anular todas sus pasiones, alcanzando la pureza.
(Traducido de: Avva Dorotei, Filocalia, vol. IX, traducere de Pr. Prof. Dr. Dumitru Stăniloaie, Editura Humanitas, Bucureşti, 2009, p. 433)