La obra del Espíritu en el alma del hombre
El Espíritu desciende sobre el alma de aquel que se apiada de su semejante y, en vez de condenarlo, lo ve compasivamente y ora por él.
En lo que respecta al Espíritu, el Señor lo llama “Paráclito”, y “cuando Él venga, demostrará al mundo en qué está el pecado, la justicia y la condena” (Juan 16, 8).
Me detendré en lo primero, para explicar por qué el Espíritu de Dios demuestra al mundo qué es el pecado.
El primer paso en la vida espiritual es la recepción de esa manifestación del Espíritu, que me evidencia como hombre pecador. Por eso es que la Iglesia, entre otras cosas, nos ha dado el Sacramento de la Confesión. Recibiendo el Espíritu de Dios, vemos nuestra falta y no la escondemos más, sino que acudimos a revelarla ante nuestro confesor, para que él nos absuelva con la potestad que el Señor concedió a la función sacerdotal. Pero confesarte ante el sacerdote no es la única manera de vivir en el Espíritu, porque a cada momento nos encontramos en el pecado, hasta que Dios nos resucite con los sacramentos de la Iglesia, especialmente con la Eucaristía. Mientras Él no nos resucite con Su Espíritu, permaneceremos en la muerte, viviremos en el pecado. Vivir en el Espíritu es la conciencia que tienen todos los santos, es decir, asumir permanentemente mi estado de hombre pecador. ¿O es que hay algún santo que en algún momento haya dicho: “Miradme e imitadme, porque yo soy un ejemplo de santidad para todos”? ¿Es que podríamos olvidar que todos decían: “Yo soy un pecador, el más grande de todos los pecadores”? Esta era la convicción de los santos, porque vivían en el Espíritu y el Espíritu les evidenciaba el pecado que había en sus corazones, aunque vivieran una vida excelsa, aunque obraran milagros. Y recibían ese testimonio del Espíritu, y se consideraban pecadores, ante el sacerdote y ante cualquier persona.
También nosotros debemos vivir aceptando ese testimonio del Espíritu, esa evidencia de que somos pecadores. Como dicen los Santos Padres, aquel que sabe que es un pecador, es incapaz de seguir viendo el pecado de su hermano y juzgarlo. Si sabemos que somos pecadores, ¿para qué podría interesarnos lo que ha hecho nuestro semejante? ¿Cómo seguir juzgando y condenando las faltas de nuestro hermano? Todos los Santos Padres dicen que, si juzgamos y condenamos a nuestro hermano, y no nos arrepentimos, también nosotros caeremos en las mismas faltas que ha cometido él. Yo mismo he visto esto un sinfín de veces. Si no nos arrepentimos por juzgar a nuestro semejante, también nosotros caeremos en ese pecado por el cual lo hemos condenado.
Hay otra cosa más que debemos aprender. Mostrándonos nuestras propias faltas, Dios nos enseña a ser compasivos con los demás. Con esto, dejaremos de juzgarlos, para empezar a orar por ellos: “Señor, todos fuimos creados por Tus santas manos. Perdona a Tu siervo que ha pecado, y no nos dejes en la oscuridad”. Así, en vez de condenar, en vez de encender equivocadamente nuestras almas, empezaremos, con la ayuda del Espíritu Santo, a ser misericordiosos. Este es un aspecto de la vida en el Espíritu, porque, cuando somos compasivos con nuestro semejante, nos asemejamos a Dios, Quien es muy clemente, y del Cual esperamos clemencia. Es entonces cuando el Espíritu desciende sobre nosotros y ora en nuestro interior por todo el pueblo de Dios que se aleja de Él, por todo el mundo que no conoce a Dios y yace en el pecado. El Espíritu desciende sobre el alma de aquel que se apiada de su semejante y, en vez de condenarlo, lo ve compasivamente y ora por él.
El Espíritu de Cristo es el Espíritu de la verdad. Cuando vivimos en el Espíritu y recibimos el testimonio del Espíritu, recibimos también la verdad. Así, cuando el hombre reconoce con dolor que es pecador, que es el pecador más grande, como decían los santos, se halla en la verdad, y la verdad vive en su corazón, endulzándolo con una dulzura divina. Y entonces nuestra oración puede brotar día y noche. ¿Por qué? Porque aceptamos el testimonio del Espíritu y vivimos en verdad. Dios es Espíritu y el Espíritu de Dios mora en el hombre. Dios es verdad y el hombre deviene en verdad. Vivimos en el Espíritu y el Espíritu de Dios vive en nosotros, y el Espíritu de Dios es eternidad. Y, ya que la Verdad de Dios vive en nosotros y la verdad de Dios es Cristo Mismo, entonces, en Cristo, el hombre se hace verdad y se asemeja a Dios.
En consecuencia, pidámosle a Dios que nos revele este misterio, porque solamente Dios podría hacerlo, y no yo como mis simples palabras.
(Traducido de: Celălalt Noica – Mărturii ale monahului Rafail Noica însoțite de câteva cuvinte de folos ale Părintelui Symeon, ediția a 4-a, Editura Anastasia, 2004, pp. 70-72)