Palabras de espiritualidad

La oración de Santa Teodora de Sihla

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

Su rostro se llenaba de la luz del Espíritu Santo, y de su boca salía una oración que era como una llama de fuego, como sucede con los grandes santos. Había alcanzado la forma de oración más sublime, y se endulzaba inefablemente con las cosas divinas.

En esos años, cuando los turcos vinieron a invadir los poblados y monasterios de la región de Neamţ, los bosques se llenaron de aldeanos y monjes. Cierto día, un grupo de monjas llegó a la celda de la Piadosa Teodora. Esta les dijo:

—¡Quédense ustedes en mi celda, porque tengo otro sitio en donde refugiarme!

A partir de ese día se fue a vivir a una pequeña cueva, desconocida para el resto del mundo, no muy lejos. De noche se tendía sobre una enorme losa de piedra que aún hoy se puede ver al fondo de la gruta.

Poco tiempo después, inspeccionando los bosques de la zona, un grupo de soldados turcos llegó hasta la cueva de la Venerable Teodora. Al verla, se abalanzaron sobre ella para apresarla y matarla, pero esta se arrojo de rodillas y, elevando las manos al cielo, clamó:

—¡Líbrame, Señor, de las manos de los verdugos!

En ese instante las rocas del fondo de la gruta se abrieron, y esta novia de Cristo, adentrándose en el bosque, se libró de la muerte.

Completamente olvidada por los demás y sin tener a nadie al alcance, Santa Teodora llegó a la vejez confiando solamente en Dios. Llevaba una vida completamente ascética en su gruta, como si fuera un ángel encarnado. No sentía ni el frío ni el hambre, ni el demonio la tentaba. Oraba sin cesar a Dios, con las manos elevadas al cielo, hasta alzarse con su mente hasta las angélicas moradas, en tanto que también su cuerpo se despegaba del suelo. Su rostro se llenaba de la luz del Espíritu Santo, y de su boca salía una oración que era como una llama de fuego, como sucede con los grandes santos. Había alcanzado la forma de oración más sublime, y se endulzaba inefablemente con las cosas divinas.

Su viejo hábito no era ya sino un conjunto de harapos, que difícilmente le ayudaban a proteger su cuerpo debilitado por tanta privación. Y, cuando no tenía nada para comer, las aves del cielo, obedeciendo al Creador, le traían diariamente mendrugos del comedor del Monasterio Sihăstria. Por su parte, ella oraba sin cesar por todo el mundo, llena de gozo porque cada vez quedaba menos para partir de esta vida. Entonces, unos cuarenta días antes de morir, le pidió a Dios que le enviara un sacerdote, para que le trajera los Santísimos Dones. Y el Señor no dejó pasar el deseo de su alma.

(Traducido de: Arhimandrit Ioanichie BălanPatericul românesc, Editura Mănăstirea Sihăstria, p. 235)