La oración ferviente del anciano Jorge Lazăr
Ahí se estuvo sin moverse, descalzo sobre el piso, con las manos elevadas en oración, durante más de dos horas...
Relataban los discípulos del anciano Jorge que la gente de la ciudad y de los pueblos aledaños le conocían y aprendían mucho de su forma de vida. Jóvenes y ancianos, ricos y pobres, aldeanos y habitantes de la ciudad, todos le llamaban “el Viejo Jorge”. Y, cuando atraesaba algún pueblo o simplemente caminaba por la calle, varias personas se le acercaban y le besaban el Salterio que siempre llevaba bajo el brazo, otros le daban algunas monedas y le pedían que orara por ellos, los niños dejaban de jugar, las vacas en el campo levantaban la cabeza para verle y los perros, en vez de ladrarle, se quedaban en silencio mientras pasaba. Muchos fieles lo acompañaban, siguiéndole con devoción y escuchando los salmos que él repetía de memoria.
Se sabe que la más elevada oración del anciano era la de la noche, misma que hacía en la iglesia. Durante 30 años, nunca se ausentó de la iglesia por las noches. Entraba a las 11, antes de la medianoche, y salía temprano por la mañana, entre las 4 y las 5. No importaba en qué lugar le sorprendiera la noche, así fuera en alguna aldea o en un monasterio: él respetaba con santidad esa regla. Tal era la oración ferviente del anciano Jorge Lazăr, esa que elevaba en misterio, sin que los demás lo supieran.
Su discípulo, el padre protosinghelos Damasceno Trofin, del Moasterio Neamţ, decía lo siguiente:
“El Anciano Jorge venía con frecuencia a nuestra casa, en Piatra Neamţ. Un día, cuando yo tenía unos 15 años, el anciano le dijo a mi papá:
—¡Querido hijo, deja que el muchacho me acompañe esta noche a orar en la iglesia!
—¡Por supuesto!, replicó mi padre
Y juntos nos fuimos a la iglesia de San Juan Señorial.
Llegamos cuando eran casi las 11 de la noche. Después de entrar, el anciano cerró con llave la puerta. A mí me envió al facistol y me pidió que leyera despacio del Libro de las Horas (Horologion), en tanto que él permanecía en el vestíbulo. Y ahí se estuvo sin moverse, descalzo sobre el piso, con las manos elevadas en oración, durante más de dos horas. Yo le observaba furtivamente, para ver cómo era que oraba, aunque no entendía lo que decía. Después repitió algunas katismas del Salterio. Más tarde dejó el Salterio a un lado y comenzó a orarle a cada santo del calendario, con estas palabras:
—¡Santo y muy venerable padre (nombre), pídele a Dios por nosotros, pecadores!
Finalmente, comenzó a mencionar de memoria los nombres de todos los que le habían dado alguna ayuda en el día anterior, sin olvidar un solo nombre. Por cada uno hacía una postración y repetía esta breve plegaria:
—¡Santísima Trinidad, ten misericordia de (nombre), quien tuvo misericordia de mí, un pecador!
Después puso su viejo abrigo, el Salterio y su bastón en un rincón, y empezó a hacer postraciones con la “Oración de Jesús”, durante una hora. Cuando vio que empezaba a amanecer, se me acercó y me dijo:
—¡Es hora de irnos, querido hijo!
(Traducido de: Arhimandrit Ioanichie Bălan, Patericul românesc, Editura Mănăstirea Sihăstria, pp. 498-499)