La oración me permite sufrir con quienes sufren y alegrarme con quienes se alegran
Si el pecado, en su esencia, es siempre un crimen en contra del amor paterno de Dios, entonces el restablecimiento total del amor perdido no es posible sino por medio de una contrición total.
Orando de arrepentimiento por nuestros pecados, aprendemos a vivir la tragedia de la humanidad entera por medio de nosotros mismos. Si, en virtud de toda clase de banalidades, a cada paso mi ser entero padece, si detrás de todas mis caídas se esconde la caída de nuestro protopadre, quien apartó a la humanidad entera de nuestro Dios y Padre, es normal para mí que, en mis sufrimientos personales, pueda conocer de forma existencial los sufrimientos de todos los hombres. Pero también puede suceder a la inversa: sentir, en mi alegría, la alegría del mundo entero. Así es como el cristiano aprende a sufrir con quienes sufren y a alegrarse con los que se alegran.
Si el pecado, en su esencia, es siempre un crimen en contra del amor paterno de Dios, entonces el restablecimiento total del amor perdido no es posible sino por medio de una contrición total, que nos revele, si es posible, hasta el final, lo que significa este crimen, cuando se impone en el plano de la eternidad. “Oh, Padre muy bondadoso, sáname a mí también, que soy un leproso; sálvame, porque el pecado me ha corrompido. Padre Santo, santifícame a mí también, tanto a mi mente como a mi cuerpo… Te he fallado y he de morir lejos de Ti… Recíbeme, por Tu misericordia y Tu piedad”.
(Traducido de: Arhimandritul Sofronie Saharov, Despre rugăciune, traducere din limba rusă de Pr. Prof. Teoctist Caia, Mănăstirea Lainici, 1998, p. 53)