La pregunta que no hace Santa Parascheva
Esta pregunta, “¿Sabes quién soy yo?” es sintomática de la enfermedad que caracteriza al hombre contemporáneo. Una suerte de orgullo torpe colmado de vanagloria, junto a la agresivividad brotada de un espíritu de dominación... Todo esto representa el “cóctel” que diariamente nos tienta a servirle.
El centro líturgico del mes de octubre lo constituye la festividad de Santa Parascheva. Ocasión especial para orar con mayor intensidad a ella que es “gran protectora”, y también para reflexionar —¿cuántas veces más?— sobre su vida de apenas veintisiete años. Aunque se retiró a la soledad del Jordán durante mucho tiempo, leemos que Parascheva es visitada, a los veinticinco años, por un ángel, quien le dice: “Debes dejar este lugar y volver a tu pueblo, porque es allí en donde tu cuerpo será enterrado, cuando partas de este mundo hacia Dios, a Quien tanto has amado”. Y, ciertamente, aquel retorno se hace en el mayor de los anonimatos, sin que nadie pudiera adivinar que esa forastera que había venido a Epivates era Parascheva, la misma que años antes admiraba a todos con su enorme piedad. ¿Cuál era el propósito de esta vuelta a casa? ¿No habría sido mejor quedarse en el desierto del Jordán esos últimos años de vida, avanzando a la perfección espiritual, en la dureza de ese entorno? ¿Para qué regresar al mundo?
Probablemente uno de los principales motivos fue que, desde Epivates, Dios quiso honrar su santidad a lo largo de los pueblos balcánicos, desde Constantinopla hasta Iaşi, vía Tarnovo y Belgrado. Otra razón podría ser la de otorgarle al pueblo de Epivates un don más: el de su cuerpo ungido por la gracia del Espíritu Santo (junto a los otros dones que ya había ofrecido antes: su propia ropita cuando tenía sólo diez años, hasta la entera herencia recibida de sus padres, entregada a los pobres, antes de hacerse monja).
El hecho que Santa Parascheva no reveló a nadie su identidad no es sólo un detalle hagiográfico, un aspecto sin importancia; en él se sintetiza una sublime y extraordinariamente actual lección de humildad cristiana. ¿Cuántas veces no hemos visto u oído personas que no pueden esperar para dar a conocer, con tal de impresionar a los demás, su identidad (así como su cargo, posición social, poder, etc)? ¿Cuántas veces no hemos escuchado al hijo de algún político o alguna estrella de la industria del espectáculo, reprochándole “¡Hey! ¿Acaso no sabes quién soy yo?” a algún policía de tránsito? No importa que aquel funcionario está cumpliendo con su función, respetuosamente o que se trata de la infracción de una norma que todos estamos obligados a cumplir.
Esta pregunta, “¿Sabes quién soy yo?” es sintomática de la enfermedad que caracteriza al hombre contemporáneo. Una suerte de orgullo torpe colmado de vanagloria, junto a la agresivividad brotada de un espíritu de dominación... Todo esto representa el “cóctel” que diariamente nos tienta a servirle. Incluso en algunos que viven en la conciencia de los fieles —por sus hechos o enseñanzas espirituales— encontramos a veces dosis de ese cóctel, diluído en discursos que buscan imponer un punto de vista subjetivo, a toda la Iglesia. Cuando seamos dominados por el espíritu del “¿Sabes quién soy yo?” o del “¡Ya verás con quién te estás metiendo!”, intentemos examinarnos en profundidad, con insistencia. Porque seguramente no lo habremos hecho desde hace mucho. Porque, de hecho, ni siquiera nosotros sabemos quiénes somos. Y vivimos “de memoria”, programados por nuestros pecados y debilidades, mismos que han entrado en nuestro cerebro y en nuestro corazón, como un programa informático que ha sido vulnerado por un virus.
Santa Parascheva no le hizo a nadie esa pregunta, cuando volvió a Epivates. Ella sabía quién era, porque se había encontrado con nuestro Señor Jesucristo, de Quien no se separaba. No necesitaba tal reconocimiento, no buscaba una identidad para que los demás la honraran. Y talvez es por eso que hoy todo el mundo la conoce. Incluso esos que aún no se conocen a sí mismos.