Palabras de espiritualidad

La Resurrección de Cristo, manantial de regocijo, oración y agradecimiento (Carta Pastoral, 2021)

  • Foto: Stefan Cojocariu

    Foto: Stefan Cojocariu

La alegría, la oración y la gratitud constituyen el triple medicamento que contribuye verdaderamente a nuestra sanación y la del mundo. Esos son los frutos del Espíritu Santo, que tanto necesita el mundo para permanecer en equilibrio y encontrar su sentido de ser. ¡Le pido a Dios, junto con todos ustedes, que nos conceda la fuerza de la alegría en la Resurrección, la profundidad de la oración llena de humildad y la gratitud del corazón!

† TEÓFANO

Por la Gracia de Dios, Arzobispo de Iaşi y Metropolitano de Moldova y Bucovina.

Amados párrocos, piadosos moradores de los santos monasterios y pueblo ortodoxo de Dios, del Arzobispado de Iaşi:

Gracia, alegría, perdón y auxilio del Dios glorificado en Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

 

Estad siempre alegres.

Orad constantemente.

Dad gracias por todo”

(1 Tesalonicenses 5, 16‑18)

 

Amados hermanos sacerdotes,

Venerables Padres y Piadosas Madres,

Cristianos ortodoxos,

¡CRISTO HA RESUCITADO!  

Con gran anhelo hemos esperado esta noche tan llena de luz. ¡Cuánto hemos deseado no volver a vivir la experiencia del año pasado, sino estar todos juntos, en nuestras parroquias, en este “banquete de banquetes y fiesta de las fiestas”! ¡Qué dolorosa es la separación! ¡Qué duro es el distanciamiento! ¡Cuánto regocijo encontramos estando juntos, especialmente en la noche de la Resurrección del Señor!

Al mismo tiempo, sabemos bien que las aflicciones y las pruebas no han cesado y no dejarán de acometernos. El sufrimiento y el dolor seguirán siempre presentes. Sin embargo, también podemos sentir una alegría especial al llegar la Pascua. Esta alegría se demuestra principalmente con la oración y el agradecimiento. La alegría, la oración y el agradecimiento se convierten en el estado espiritual de muchos de nosotros, mismo que se manifiesta con una mayor apertura a nuestros semejantes, una generosidad más amplia y un corazón más ligero.

“Alegraos siempre”, nos dice el Santo Apóstol Pablo.

¿Por qué tenemos que alegrarnos? ¡Porque Cristo ha resucitado! Nos alegramos porque Cristo venció a la muerte, nuestro más grande enemigo. Con la Resurrección de Cristo, la muerte perdió su carácter trágico. La muerte y el sepulcro dejaron de tener la última palabra. Y se convirtieron en un paso —la Pascua— de esta vida a la vida eterna e imperecedera.

La alegría es, así pues, el estado al cual nos llama la Iglesia todo el tiempo, sobre todo en la Pascua: «Que los Cielos se regocijen y la tierra se alegre, y que todo el mundo visible e invisible celebre que ha resucitado Cristo, la Alegría eterna» [1].

Ese júbilo por la Resurrección del Señor no es conocido por todos de la misma manera. Muchos viven el gozo de la Resurrección con una intensidad extraordinaria. Otros, con un fervor menor. «Debido a que aún no hemos vencido nuestras pasiones, no podemos vivir plenamente la alegría de la Resurrección. No obstante, en cierta medida, todos la vivimos» [2] Esto lo podemos comprobar con el hecho de que, al llegar la Santa Pascua, nuestras cargas y temores parecieran disiparse y, durante algunas horas, un gozo profundo nos inunda. Incluso aquellos que no tienen un vínculo fuerte con la Iglesia sienten la necesidad de “recibir la luz” de la Santa Pascua.

La luz de la Resurrección, que recibimos con alborozo en la Fiesta de la Santa Pascua, nos llama a entender que la vida cristiana es una vida de alegría. Un hombre triste, cabizbajo, frustrado y desorientado no es un cristiano verdadero. Ciertamente, también el cristiano puede verse asediado por la tristeza, la decepción y el sufrimiento. Pero la diferencia es que él recibe fuerzas de Dios para superar todo eso más fácilmente, sin perder su contento espiritual.

San Juan Crisóstomo dice que el hombre con temor de Dios conserva la alegría de vivir, aunque esté rodeado de pruebas y tentaciones: «No hay nada que pueda privar de su alegría a aquel que se goza en el Señor. Naturalmente, todo lo demás de lo que gozamos es cambiante, pasajero y fácilmente alterable. Y no tiene únicamente estos defectos, sino que tampoco nos confiere una alegría tan grande que pueda apartar o desvanecer la tristeza que nos embiste desde el otro extremo. Pero el temor de Dios tiene estas dos características: es firme y perseverante, y de él brota tanta alegría, que hasta dejamos de sentir nuestros demás pesares. Aquel que le teme a Dios como es debido y pone su esperanza en Él, participa de la fuente de todo bienestar y felicidad» [3].

La alegría de vivir, el valor de luchar contra las tribulaciones y la actitud llena de esperanza ante las pruebas son dones del Cielo otorgados al hombre que le teme a Dios y persevera en la oración.

“Orad sin cesar”, dice el Santo Apóstol Pablo.

La oración es fuente de alegría. El hombre temeroso de Dios y con la oración en la mente y el corazón es un hombre feliz, aunque tenga que enfrentar muchas contrariedades a lo largo de su vida. El sufrimiento, las pruebas y la enemistad de los demás son cosas que tampoco faltan en la vida del cristiano. Pero, gracias a la fe y la oración, él tiene la capacidad de atravesar más rápido el dolor, poniéndolo a los pies de la Cruz, y recibiendo la fuerza necesaria para seguir adelante. La oración es un estado permamente, pero no en el sentido de arrodillarnos todo el tiempo para elevar nuestras plegarias. El hecho de pensar que nuestra vida está en manos de Dios constituye ya una oración incesante. El esmero en cumplir con los mandamientos de Dios es también una oración incesante. La dedicación puesta en fundar una familia sobre los valores del Evangelio y obrar solamente en conformidad con lo que establecen la Santa Escritura y las enseñanzas de los Santos Padres representa, asimismo, una oración incesante. «La oración no consiste únicamente en hablar (con Dios)», dice Arsenie Papacioc, uno de nuestros grandes padres espirituales. «La oración es un acto permanente» [4] La oración incesante se demuestra cuando «mantienes un estado de la presencia continua de Dios en tu conciencia». Esto es muy importante: conservar la mente dirigida a Dios, conscientes de Su presencia. «Esta oración está al alcance de cada quien, sin importar cuál sea su ocupación. [...] Todos podemos orar, diciendo: “Señor Jesucristo, ten piedad de mí, pecador”. La mente del hombre debe estar todo el tiempo dirigida a Dios, [...] ¿Cómo tenemos que pensar? De una forma lo más directa posible: “¡Señor, perdóname!”, “¡Señor, ayúdame!” [...] Esto es la oración: un contacto permanente de tu corazón con el corazón de Dios» [5].

El afán de vivir con la conciencia de que Dios está siempre presente trae al hombre una profunda felicidad y un estado continuo de agradecimiento.

“Agradeced por todo”, nos dice el Santo Apóstol Pablo.

«Todo lo que hagáis o digáis, hacedlo en nombre de Jesús, el Señor, dando gracias a Dios Padre por medio de Él» [6], continua el divino Apóstol.

La oración y su consecuencia —la alegría— le abren los ojos al hombre para que este pueda ver, en todo lo que es bello y verdadero, la obra de Dios. Y así, él siente la necesidad de agradecerle a Dios. El hombre alegre en su corazón y agradecido con Dios y sus semejantes es un hombre realizado. «Aquel que cumple con la voluntad del Señor se siente reconciliado con todo, aunque sea pobre o esté enfermo y sufriendo, porque la Gracia de Dios lo llena de júbilo. Por el contrario, aquel que no está contento con su suerte, lamentándose todo el tiempo por su enfermedad o en contra de quien le ha ofendido, se halla inmerso en un estado de soberbia que le impide ser agradecido con Dios» [7], dice San Siluano el Athonita. En verdad, el hombre desagradecido se mantiene sumido en una constante agitación. No hay nada que le agrade. Nada le alegra. Nada le sale bien. Es incapaz de tener una oración pura en su corazón y su alma se turba todo el tiempo; a nadie ama y todo le parece desagradable y repulsivo. ¡Que Dios nos libre de semejante estado, y que nos conceda «una mente agradecida y un corazón contento, agradecidos miembros del alma y del cuerpo», como dice San Simeón el Nuevo Teólogo en una de las oraciones que pronunciamos antes de recibir la Santa Comunión!

Amados hermanos y hermanas en Cristo, el Señor,

En los días de la Santa Pascua nos alegramos con la luz de la festividad, la presencia de nuestros seres queridos, y el hecho de que el mundo pareciera ser mejor. Al mismo tiempo, sabemos bien que actualmente muchos de nuestros hermanos están haciendo frente al sufrimiento. En los hospitales hay muchas personas luchando contra el dolor y en el mundo hay mucha tristeza, una gran falta de oración y un profundo estado de preocupación. Un sinfín de heridas mentales y espirituales completan este escenario, el de un mundo que sufre bajo la presión de sus propias impotencias, orgullos y padecimientos.

Ante semejante realidad, ¿cómo podemos actuar nosotros, los cristianos?  Cada uno, con sus palabras y sus acciones, debe dar testimonio, ante todo, de que «el Padre es mi esperanza, el Hijo mi refugio, el Espíritu Santo mi protección». Luego, también tenemos el deber de implicarnos en la protección de la salud espiritual y física, tanto en nuestra propia vida como en la de nuestros semejantes. El auxilio y el respeto para quienes sirven al prójimo en los hospitales, el apoyo y consuelo de los enfermos, sumados al cumplimiento honesto de nuestras obligaciones familiares y profesionales, son aspectos que traen mucho bien a la sociedad. Todo esto puede ser realizado solamente si lo cimentamos en la fe y el regocijo por la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo, si nuestra vida se hace oración y si tenemos una mente agradecida.

La alegría, la oración y la gratitud constituyen el triple medicamento que contribuye verdaderamente a nuestra sanación y la del mundo. Esos son los frutos del Espíritu Santo, que tanto necesita el mundo para permanecer en equilibrio y encontrar su sentido de ser.

¡Le pido a Dios, junto con todos ustedes, que nos conceda la fuerza de la alegría en la Resurrección, la profundidad de la oración llena de humildad y la gratitud del corazón!

No perdamos la esperanza, porque más grande y más poderoso es Aquel que está con nosotros [8] es decir, Dios, que los enemigos de la Iglesia, la Verdad y la Nación.

¡Que la luz de la Resurrección nos cubra a nosotros y al mundo entero, proclamando hasta los confines del mundo que Cristo ha resucitado!

Su hermano y Padre en Cristo,

† TEÓFANO

Metropolitano de Moldova y Bucovina

 

[1] „Canonul Utreniei Învierii” ⁅Canon de los Maitines de la Resurrección⁆, cântarea întâi, stihira a treia, în Penticostar, Editura Institutului Biblic şi de Misiune al Bisericii Ortodoxe Române, Bucarest, 1999, p. 16.

[2] Arch. Sofronio Sajarov, Cuvântări duhovniceşti ⁅Textos espirituales⁆, vol. I, traducere de Ierom. Rafail (Noica), Ed. Accent Print, Suceava, 2013, p. 103.

[3] San Juan Crisóstomo, Omiliile la statui ⁅Homilías de las estatuas⁆, vol. II, traducere de Pr. Dumitru Fecioru, Ed. Institutului Biblic şi de Misiune Ortodoxă, Bucarest, 2007, p. 143.

[4] Iată Duhovnicul. Părintele Arsenie Papacioc ⁅He aquí el confesor. Padre Arsenie Papacioc⁆, ediţie alcătuită de Ierom. Benedict Stancu, Ed. Sophia, Bucarest, 2010, p. 51.

[5] Ibid., p. 83-84.

[6] Colosenses 3, 17.

[7] „Pentru voia lui Dumnezeu şi slobozenie” ⁅De la voluntad de Dios y la libertad⁆, în Arhim. Sofronie (Saharov), Cuviosul Siluan Athonitul, traducere din limba rusă de Ierom. Rafail (Noica), ediţia a II-a revăzută, Ed. Accent Print, Suceava, 2013, pp. 348-349.

[8] 4 Reyes 6, 16.