La rosa de la castidad, recibida de manos de una santa
Me miró con atención, sonrió y me dijo: “No malogres el don de la castidad y el del sacerdocio, para el que naciste. Sé que es difícil. Pero, orando, vencerás”.
Habiendo finalizado mis estudios de Teología, gustaba de visitar la Catedral Metropolitana y permanecer junto a las reliquias de Santa Parascheva, sobre todo en las vísperas de su santa fiesta patronal. Me gustaba permanecer al lado del cofre con las santas reliquias, observando la multitud de peregrinos que venían a venerarlas, muchas veces soportando el frío y la lluvia de octubre. ¡Qué felicidad y cuántas lágrimas, cuánto dolor en algunos rostros! Era una interminable columna de luz, cada uno viniendo con una veladora en sus manos, en ese camino hacia Dios por medio de Sus santos.
En aquel tiempo tenía una novia, a quien amaba muchísimo. Juntos habíamos prometido guardar nuestra virginidad hasta el matrimonio. Sin embargo, he de reconocer que el fuego de la juventud muchas veces nos tentaba fuertemente con la idea del pecado.
La noche de un 12 de octubre, como cada año, me encontraba junto a las reliquias de Santa Parascheva, observando la afluencia de fieles que venían a venerarla, y ayudando a los niños pequeños y ancianos a alcanzar el cofre. Montañas de flores eran preparadas para entregárselas a los peregrinos, con un pedacito de algodón santificado.
En un momento dado, detrás del cofre con las reliquias noté la presencia de una delgada anciana, con un gesto muy noble en el rostro y una indescriptible profundidad en la mirada. Era alta y tenía cierto donaire, hasta entonces desconocido para mí. Llevaba un abrigo muy largo, casi hasta el suelo, de color ceniza. Me miró con atención, sonrió y me dijo: “No malogres el don de la castidad y el del sacerdocio, para el que naciste. Sé que es difícil. Pero, orando, vencerás”. Diciendo esto, me dio una rosa roja, bellísima, y me dijo: “Mantén el sacerdocio en tu alma”. Le agradecí por aquellas palabras, aunque me sentía confundido, sin poderme explicar cómo una desconocida sabía tantas cosas sobre mí. Ruborizado y sobrecogido, no pude levantar la mirada de aquella hermosa rosa que tenía en mis manos. Cuando, después de un momento, alcé los ojos, aquella mujer había desaparecido. Intrigado, comencé a buscarla entre la multitud. Les pregunté a las otras personas que estaban junto a las reliquias, ayudando, si habían visto a aquella anciana alta y amable, pero todos me respondieron que no habían visto a nadie con tales características.
Yo creo que era la misma Santa Parascheva. Hace dos años fui ordenado sacerdote.
Padre T.
(Traducido de: Binefacerile Sfintei Cuvioase Parascheva. Mărturii ale închinătorilor, volumul I, Editura Doxologia, 2011, pp. 129-130)