La rosa que San Efrén le regaló al hombre que sanó
Justo en ese instante, escuchó una dulce voz que le decía: “Di en voz alta, hijo mío, para que te escuchen todos, que yo te sané”.
«Oscurecía. Las estrellas empezaban a aparecer, una tras otra, cual cirios santos en el cielo. Estábamos en plena primavera y nuestro monasterio, sumido en su bienaventurado silencio, seguía recibiendo a los peregrinos que aún a esas horas seguían viniendo, entre apresurados y llenos de fervor. Uno de ellos se me acercó y me pidió que fuera con él al hospital, para bendecir con las reliquias de San Efrén a su hermano, quien estaba gravemente enfermo. De camino me contó que temían que lo peor estaba por venir y que ya habían comprado todo lo necesario para darle una decente sepultura. Cuando llegamos al hospital, todos los familiares del enfermo lloraban desconsoladamente, viendo cómo la vida de este se extinguía poco a poco ante sus ojos. Me acerqué y le hice la Señal de la Cruz con las reliquias. En ese momento, el enfermo abrió trabajosamente los ojos y, entre gestos con la mano y un hilo de voz apenas audible, me preguntó quién era el santo. Le respondí que era San Efrén. Después, le dije: “Él te ayudará a sanar… Ya verás que pronto vendrás por tus propios medios a venerar sus reliquias”. Era el viernes antes del Domingo de Ramos. Pocos días después, el Viernes Santo, al salir de la iglesia, me asombré al ver a aquel mismo hombre ya completamente recuperado, sentado en una de las bancas del monasterio. Estaba radiante y feliz, por el precioso don de la salud que acababa de recibir por parte de San Efrén.
En las vísperas de la festividad de nuestro santo, todas las hermanas del monasterio preparamos bellamente la iglesia. Cuando terminé de colocar una corona de flores sobre el ícono de San Efrén y me disponía a bajarme de la silla, una rosa de las más grandes se desprendió y quedó sobre el vidrio que cubre al ícono, justo sobre la mejilla del santo. Me subí nuevamente a la silla para intentar poner la flor en su lugar, pero un pensamiento me detuvo: “Dejaré la rosa ahí donde quedó, y San Efrén decidirá qué hacer con ella”. Pasaron algunas horas, y la Divina Liturgia empezó. La iglesia estaba llena de fieles venidos de todas partes. Noté que muchos de ellos parecían provenir de las clases sociales más altas. Vino también el hombre que había sido sanado en el hospital. Todos iban pasando ordenadamente a venerar el ícono del santo. En ese momento, algo extraordinario sucedió. La rosa que se había desprendido de la corona cayó sobre la cabeza del hombre que había sido sanado en su lecho de muerte pocos días antes. Justo en ese instante, escuchó una dulce voz que le decía:
—Di en voz alta, hijo mío, para que te escuchen todos, que yo te sané.
El hombre, sin embargo, se quedó callado. El santo insistió: “No ocultes, hijo mío, el bien que recibiste”. Entonces, su hijo empezó a dar voces, diciendo: “¡Mi padre recobró la salud! ¡Mi padre sanó!”, con el rostro lleno de alegría. El agradecimiento es una virtud celestial. Por eso, también nuestro Señor Jesucristo, cuando sólo uno de los diez leprosos volvió para agradecerle a su Bienhechor, dijo con tristeza: “¿No eran diez los que fueron sanados? ¿En dónde están los otros nueve?”».
(Traducido de: Vedenii şi minuni ale Sfântului Mare Mucenic Efrem cel Nou, facătorul de minuni, vol. I-II, Sfânta Mitropolie a Atticei, Sfânta Mănăstire Bunavestire a Născătoarei de Dumnezeu, Muntele Neprihăniţilor - Attica, traducere din neogreacă de Nicuşor Deci, p. 92-93)