La semilla del maligno en el corazón del hombre
Los orgullosos claman ante Dios: “¡No queremos seguir Tu ejemplo, no queremos ser dóciles y obedientes! ¡No nos gusta Tu ley! ¡Es mejor que los hombres se sometan a nosotros y nos sirvan, y no nosotros a ellos!”.
El orgullo es una terrible enfermedad espiritual, muy difícil de sanar. No hay peor pecado ante Dios que el orgullo. Por esta razón, los Santos Padres lo llaman “la semilla del demonio”.
El orgullo es la confianza en sí mismo llevada al extremo, que rechaza todo lo que no es “mío”; es el origen de la ira, la crueldad, la irascibilidad y la maldad; es también rechazar el auxilio divino… Pero el orgulloso es justamente quien más necesita a Dios, porque no habrá nadie que pueda ayudarle cuando su enfermedad alcance la fase final.
El “inventor” del pecado, el ángel caído a la oscuridad, pecó cuando se opuso a Dios, es decir, cuando se mostró orgulloso ante Él, y ahora atrae a toda la humanidad a esta pasión tan atroz.
Cualquier pecador, consintiendo las exigencias de sus pasiones, libra una guerra en contra de Dios, del mismo modo en que el maligno se rebeló y encendió una guerra en el Cielo contra Él, con tal de librarse de la sumisión ante lo divino y poder vivir según sus propios dictados.
Cuando el orgulloso, el que ama la vanagloria, el que se ama a sí mismo, el que ama el poder, el que ama el dominio sobre los demás, el cruel, el iracundo, el envidioso, el perverso, el pretencioso, el desobediente y otros como ellos satisfacen sus pasiones, y para alimentar su ego degradan a los demás, es como si estuvieran levantando una espada, para decirlo de alguna manera, en contra Dios. Es como si le dijeran a Cristo: “¡No queremos seguir Tu ejemplo, no queremos ser dóciles y obedientes! ¡No nos gusta Tu ley! ¡Es mejor que los hombres se sometan a nosotros y nos sirvan, y no nosotros a ellos!”.
¡Líbranos, Señor, de semejante oscuridad! Esto es lo que sucede con los orgullosos. Si no se detienen a tiempo, si no se arrepienten, se vuelven enemigos de Dios.
Con cualquier pecado, incluso con uno pequeño, en el alma se debilita la Gracia de Dios; con los pecados mortales, los hombres la pierden por completo, haciéndose merecedores del castigo eterno.
Los orgullosos se apartan del dominio de la ley de Dios. Con esto, ellos mismos se privan del amparo y el cuidado divinos. Y empiezan a sufrir reveses en todo lo que emprenden. Aunque siguen vivos, su alma está muerta y ya desde su paso por este mundo experimentan los tormentos del infierno: la soledad, la desidia, la tristeza, la maldad, el odio, la desolación, la oscuridad y la desesperanza.
(Traducido de: Cum să biruim mândria, traducere din limba rusă de Adrian Tănăsescu-Vlas, Editura Sophia, București, 2010, pp. 9-10)