La tentación de hacernos un Dios “a la medida”
“La raíz de la incredulidad está en el orgullo. El hombre orgulloso puede demostrar el conocimiento que tiene de las cosas, por medio de su propio razonamiento y su trabajo, pero no puede conocer a Dios, porque Él se revela solamente a los humildes de corazón”. La mejor forma de acercarse a Dios es teniendo un corazón puro y humilde, no con una mente altiva.
Veamos, hermanos: ¿es posible que tantos millones de mártires se hayan equivocado, ofrendando su vida sin razón? ¿O que tantos venerables se hayan esforzado con gran denuedo, persiguiendo un objetivo absurdo? ¿O que tantos cristianos, a lo largo de la historia de la humanidad, hayan sido unos sentimentales llenos de fantasías, víctimas de un gran engaño? Los ateos responderán que sí, que todos ellos fueron engañados. Y es posible que ni siquiera los fieles de nuestros días puedan convencerlos, lo cual no significa que sus argumentos sean superficiales o insensatos. Sí, es posible que no seamos capaces de demostrar el contenido de nuestra fe. Pero esto no es esencialmente importante. Lo verdaderamente importante es que Él Mismo es quien da sentido a nuestra vida, otorgándole un propósito real. Y jamás nos decepcionará. San Siluano el Athonita lo dice claramente: “La raíz de la incredulidad está en el orgullo. El hombre orgulloso puede demostrar el conocimiento que tiene de las cosas, por medio de su propio razonamiento y su trabajo, pero no puede conocer a Dios, porque Él se revela solamente a los humildes de corazón”. La mejor forma de acercarse a Dios es teniendo un corazón puro y humilde, no con una mente altiva.
Como podemos ver, esto no es válido únicamente para los ateos, sino también para los cristianos “comunes”, quienes últimamente se han ido formando una imagen de Dios a su propia conveniencia, que les resulta útil y les da un cierto sosiego psíquico. Tienen una percepción de Dios más o menos mágica, y buscan cómo mejorarla de distintas maneras y sentirse redimidos ante Él, con tal de salvarse. Muchos tratan de distraer el enfado y la ira de Dios, sometiéndose a severos castigos corporales. Pero es que el rigor de los trabajos espirituales, en el caso de la Ortodoxia, carece de tal sentido y propósito. No se trata de satisfacer la justicia divina, como creen los romano-católicos. Los fieles no se esfuerzan y sacrifican para equilibrar la balanza de sus pecados con sus buenas obras, con tal de disipar el estado de culpabilidad que les agobia.
Por otra parte, actualmente hay otra percepción, sobre todo en el ambiente protestante, y que a veces alcanza a algunos ortodoxos, especialmente a los teólogos contemporáneos, quienes hablan sin cesar del gran amor, del amor a la humanidad y la inmensa misericordia de Dios, evitando mencionar Su justicia. Puede que no creamos en el Purgatorio, en el fuego purificador o en las obras meritorias, sino que hacemos referencia, nuevamente, a un neo-origenismo totalmene errado, que dice que, al final de los tiempos, el inefable amor de Dios nos salvará a todos. Pero no es así la cosa. Nosotros, los ortodoxos, no tenemos permitido —en ningún caso— sentirnos atraídos por la configuración de un Cristo sentimental, romántico, amable y complaciente, para que podamos vivir en paz, tranquila y equilibradamente.
Tenemos que reconocer y confesar que muchos de nosotros nos hemos creado un Dios a la medida y según nuestras necesidades. Hemos establecido una relación absolutamente relajada con Él, una que no debe contradecir nuestro bienestar y nuestros intereses. Con esto, sin darnos cuenta, seguimos el camino más fácil, el más transitado [1]. Y preferimos hacer poco, no sea que nos pase algo. Asistimos a la iglesia, sí, pero por pura costumbre, de forma regular, mecánica y hasta estereotipada, solamente para asegurarnos un reconocimiento social e incluso, en muchos casos, para ganarnos determinada etiqueta social de “personas correctas”. Son demasiados los que creen que su relación con Dios es un intercambio oportunista. Cumplen con lo que se les ha ordenado, solamente para sentirse bien respetando las normas y, así, respirar con satisfacción, creyéndose parte de los pocos “elegidos”. Su autosuficiencia los determina a exigir el Paraíso como un derecho que se han ganado con creces. Pero ese estado los asemeja más a los impíos y los fariseos, quienes guardaban con una severidad máxima solamente la letra de la ley. Se les olvida que no es posible acercarnos a Dios con ostentación, vanidad y atrevimiento, con corazones que no son humildes ni puros, debido al inmenso orgullo que anidan en su interior. ¡Cuánto no se habrá afanado el maligno para llevar, incluso a los fieles de nuestra Iglesia, a ese estado de tibieza y relajamiento, a ese feliz letargo que a tantos agrada!
Tendríamos que recordar aquellas palabras de San Justino Popovich, quien dijo que el auténtico hombre de la Iglesia se siente pecador y no infalible, y busca con lágrimas la contrición más profunda, como otrora lo hicieran todos los santos, sin enaltecerse por sus virtudes.
(Traducido de: Moise Aghioritul, Pathoktonia[Omorârea patimilor], Ed. Εν πλω, Atena, 2011)
[1] De hecho, sin ser conscientes de ello.