La verdadera fuente de todas las bondades que nos rodean
El Espíritu Santo da vida a todo lo que hay en la tierra. Nosotros nos afanamos trabajándola: aramos, sembramos y cosechamos, creyendo que los frutos obtenidos provienen de nuestras propias manos.
El Espíritu Santo desciende aún hoy a la tierra, aunque nosotros no lo notemos; hace todo, aunque luego nosotros nos atribuyamos muchas de las cosas que Él realiza. Él derriba y construye, alza y hace descender, enriquece y empobrece, da vida y la quita, no solo a los hombres, sino también a las demás criaturas sobre las que ejerce Su dominio. Con el Espíritu del Señor, desde siempre se han fortalecido los Cielos. Él sostiene la tierra y todo lo que hay en ella.
“Si retiras Tu soplo, expiran y retornan al polvo” (Salmos 103, 30). El Espíritu de Dios organiza los pueblos, grandes y pequeños; pone y quita reyes, príncipes y autoridades; sin Él, cualquier comunidad se terminaría dividiendo y cualquier reino caería, por grandes que sean su gloria y su poder: “Si escondes Tu rostro, se aturden” (Salmos 103, 30). Incluso la tierra de nuestro corazón ha sido creada con el Espíritu del Señor. Él Mismo la limpia y la hace fértil, renovando nuestro interior, y transformando nuestros corazones tan degradados por el pecado y la perversión.
El Espíritu Santo da vida a todo lo que hay en la tierra. Nosotros nos afanamos trabajándola: aramos, sembramos y cosechamos, creyendo que los frutos obtenidos provienen de nuestras propias manos. O, elevando nuestra mente, se los atribuimos a la naturaleza y sus leyes. Sin embargo, no es nuestra acción, nuestro trabajo, sino la Mano de Dios, aquello que, cuando se abre, llena todo de bondades.
(Traducido de: Sfântul Inochentie al Penzei, Viața care duce la Cer, traducere de Adrian Tănăsescu-Vlas, Editura Sophia, București, 2012, pp. 178-180)