La vida interior
Cuando el espíritu del hombre se introduce en la esfera del amor luminoso de nuestro Dios y Padre, olvida todos los dolores. Entonces, el alma, de una forma que no se puede explicar, se goza de una felicidad plena.
Cuando, al orar, la mente del cristiano se aparta, por causa de los malos pensamientos, de la experiencia de Aquel que es Eterno, le inunda el temor (espiritual). Y es que le entristece verse sometido a las peores pasiones, esas que le alejan de Dios. Debido al dolor desesperado, la oración se localiza adentro, en el centro de nuestro ser, adquiriendo el aspecto de un espasmo: la persona entera se estremece completamente, como cuando cerramos fuertemente el puño.
La oración se transforma en una plegaria sin palabras. Esta es una de las pruebas más amargas: darte cuenta que te hallas en la oscura fosa del pecado, indigno del Santo de los Santos, y no hay otro camino, ni otro más sencillo, para vencer las pasiones. Toda acción del cristiano está ligada, obligatoriamente, al esfuerzo. El amor, la más alta virtud, requiere también del más grande esfuerzo.
La vida del cristiano, en su ser interior, es seguir a Cristo: “A ti ¿qué? Tú, sígueme” (Juan 21, 22). Cada fiel, en cierta medida, repite el camino del Señor, pero no depende de sus fuerzas el cargar con su cruz para ir a Getsemaní y, más lejos, al Gólgota: “... porque sin Mí no podéis hacer nada” (Juan 15, 5). Y a quien se le ha dado esta sobrecogedora bendición, ése ha anticipado su resurrección, compartiendo a los demás la fe y misericordia de Dios.
Así lo quiso nuestro Padre Celestial: que todos los que fueron hechos del polvo “cargaran con su cruz” para heredar la vida eterna, (Mateo 16, 24-25). Quienes eludan cargar su cruz no podrán evitar la esclavitud de las pasiones y “de la carne cosecharán corrupción” (Gálatas 6, 8; Romanos 8, 13). El amor a Dios y al prójimo está lleno de los más profundos sufrimientos, pero también es acompañado del consuelo celestial (Mateo 10, 29-30); el alma ve resucitando en ella esa paz que el Señor les transmitió a Sus Apóstoles antes del Gólgota. Cuando el espíritu del hombre se introduce en la esfera del amor luminoso de nuestro Dios y Padre, olvida todos los dolores. Entonces, el alma, de una forma que no se puede explicar, se goza de una felicidad plena (Juan 12, 50; 17,3).
(Traducido de: Arhim. Sofronie Saharov, Despre rugăciune, Mănăstirea Piatra-scrisă, p. 18-19)