Las manos de mi madre
El valor de una persona se mide por la belleza de su alma, no la del cuerpo.
En el soleado cobertizo de una pequeña casa, perdida entre un mar de flores de glicina, una joven madre trabajaba sobre una vetusta mesa de madera. Desde muy temprano había estado tejiendo un chal para su hija, que jugaba a su lado con unas muñecas.
En un momento dado, la niña detuvo su juego y se puso a observar las manos de su madre. Sus enormes ojos, que abarcaban amorosamente todo el ser de su madre, se llenaron de inquietud y, sin poder contenerse más, la pequeñita exclamó:
—¡Qué feas son tus manos, mamá!
Esta, dejando a un lado lo que estaba haciendo, se inclinó, tomó entre sus manos la cabecita de su amada hija y, sin poder reprimir las lágrimas, le dio un beso en la frente, para después decirle:
—Sí, mi niña, mis manos realmente son muy feas.
Un poco más lejos, en el jardín, como un testigo silencioso de todo lo ocurrido, el padre leía un diario. Dejó que pasaran unos minutos, y cuando vio que la pequeñita había retomado su juego, la llamó para dar un paseo entre las flores. Caminaron unos metros y se detuvieron junto a un árbol frutal. Haciéndole un gesto para que se sentaran en la hierba, le preguntó:
—¿Te gustaría que te contara una pequeña historia, María?
—¡Sí, me encantan las historias! —respondió ella.
—Entonces, escucha con atención:
«Una bella y joven madre, con unas manos blancas como de doncella, tenía un solo hijo, una niña, a quien amaba con todo su corazón. Los padres de la niña no eran ricos, por eso no tenían cómo pagarle a alguien para que viniera a ayudarlos con las tareas domésticas. Mientras el padre se iba a trabajar, la mamá se ocupaba con todo lo necesario en el hogar. La niña crecía llena de alegría y salud, bajo la amorosa mirada de sus padres. Una mañana, la madre salió a comprar algunos alimentos a la tienda del lugar. Mientras tanto, la niña dormía tranquilamente en su camita. Inesperadamente, un rescoldo de la estufa cayó sobre la alfombra, prendiéndola en fuego. Las llamas se extendieron con rapidez, hasta envolver toda la habitación. Un humo denso y negro llenó la casa. Al escuchar los gritos de la niña, los vecinos salieron y vieron lo que estaba pasando. Sin embargo, era demasiado tarde para intentar salvarla. El fuego engullía toda la casa.... La mamá de la chiquilla, que entonces volvía a casa, arrojó las bolsas que traía en las manos y corrió desesperada, sin pensar en el peligro que esto representaba, para tratar de salvar a su hija. Algunos vecinos intentaron pararla, sabiendo que ya no se podía hacer nada. Pero no hubo brazos tan fuertes que pudieran retenerla. Un solo pensamiento la impulsaba, salvar a su hija. Entró. En un instante se halló en el dormitorio de la pequeña. La tomó en sus brazos y con sus manos apagó las llamas que comenzaban a cubrir la ropa de la niña. Decidida, estrechó fuertemente a la niña y atravesó corriendo la casa, hasta llegar afuera. Sofocada por el humo, la pequeñita ni se movía. Con la ayuda de los vecinos y de los rescatistas que iban llegando, lograron despertarla. La niña se salvó, pero su mamá sufrió graves quemaduras en los brazos y las manos. Estuvo internada varios meses en el hospital. Cuando finalmente la dieron de alta y pudo regresar con su familia, sus otrora hermosas manos estaban llenas de cicatrices y habían adquirido un color violáceo, todo ello causado por aquella valiente lucha contra el fuego».
Cuando el padre terminó su relato, vio que por el rostro de su hijita resbalaban gruesas lágrimas. Sin decir nada, esta se levantó y corrió al cobertizo. Se acercó a su madre, se arrodilló ante ella y, besándoe las manos y enjugándoselas con sus lágrimas, le dijo:
—¡Mamita buena y santa, tus manos son las más lindas del mundo!
(Traducido de: Flori în calea tineretului, Ed. Sf. Mina, Iași, 2008, p. 11)