Las tentaciones y la recompensa por nuestra paciencia
A semejanza de un soldado que, mientras más frecuentes son los combates, más experiencia adquiere, el cristiano, soportando con paciencia las distintas tentaciones del enemigo, más crece espiritualmente.
Basta con recordar que a cada uno de nosotros Dios nos ha concedido incontables bondades. En esto consiste el amor de Dios. A dondequiera que dirijas tu mirada, dondequiera que pongas tu mente, todo da testimonio del amor y de las bondades de Dios para con nosotros. La misma idea del infierno, del cual nos habló el Señor, nos hace bien, porque nos asusta: pensando en ello, nos arrepentimos y nos postramos con contrición ante Dios, nuestro Creador, para que se apiade de nosotros y nos libre de tanto mal. Dios también le permite al demonio que nos tiente —con medida—, siempre pensando en nuestro bien. ¿Cómo? ¿Para nuestro propio bien? Sí, porque nos despierta de la desidia y nos exhorta a orar. Sintiendo la presencia de este enemigo, corremos a Dios y le pedimos Su auxilio y protección.
A semejanza de un soldado que, mientras más frecuentes son los combates, más experiencia adquiere, el cristiano, soportando con paciencia las distintas tentaciones del enemigo, más crece espiritualmente. Y mientras más victorias obtenga sobre este enemigo, más digno se hará de las maravillosas coronas de nuestro Señor Jesucristo, nuestro modelo en el sacrificio. Dice San Juan Crisóstomo: “Cuidando de nuestra salvación, Dios le permite al demonio que nos despierte de nuestra indolencia, haciendo de esto un motivo para que seamos coronados” (Homilía XXIII sobre el Génesis). Y San Pablo dice: “Para que la grandeza de las revelaciones no me envanezca, tengo una espina clavada en mi carne, un ángel del demonio que me hiere” (II Corintios 12, 7).
(Traducido de: Sfântul Tihon din Zadonsk, Comoară duhovnicească, din lume adunată, Editura Egumenița, Galați, 2008, p. 43)