Las virtudes son un don de Dios, no un mérito nuestro
Al terminar, ambos dieron gracias a Dios y se levantaron, pero el anciano quiso amonestar al otro, diciéndole: “Hermano, no es bueno dejarnos dominar por nuestro propio cuerpo”. El monje se sintió avergonzado y, después de pedirle perdón al anciano, partió de vuelta al monasterio.
Hubo una vez un anciano asceta, cuyo único alimento diario eran tres trozos de pan seco. Un día, vino a visitarlo otro monje, procedente de un lejano monasterio. Después de saludarse y conversar durante unos instantes, el anciano lo convidó a comer con él. Entonces, se dirigió a la alacena y volvió con los tres trozos de pan seco que tenía para ese día, los cuales fueron consumidos por el visitante con agradecimiento. Sin embargo, el anciano notó que su huésped parecía tener más hambre, ciertamente, fruto de un viaje tan largo y extenuante. Así, le sirvió otros tres trozos de pan. Al terminar, ambos dieron gracias a Dios y se levantaron, pero el anciano quiso amonestar al otro, diciéndole: “Hermano, no es bueno dejarnos dominar por nuestro propio cuerpo”. El monje se sintió avergonzado y, después de pedirle perdón al anciano, partió de vuelta al monasterio de donde había venido. Al día siguiente, después del mediodía, como de costumbre, el anciano se sentó a comer los tres trozos de pan correspondientes para dicha jornada, pero, al terminar, observó que todavía tenía hambre. Inmediatamente se levantó de la mesa y volvió a sus quehaceres. No obstante, al otro día volvió a sucederle lo mismo. Poco a poco, el anciano se fue dando cuenta de que cada vez se sentía más débil. Entonces entendió que se había alejado de Dios, y, llorando desconsoladamente, cayó de rodillas y se puso a orar. En ese momento, un ángel de Dios se hizo presente en su celda, y le dijo: “Por haber juzgado a tu hermano, ahora te toca enfrentar esta tribulación. Asimismo, debes saber que, aquel que sabe refrenarse o practicar cualquier otra virtud, no es gracias a su propia voluntad, sino que es el Don de Dios lo que fortalece al hombre”.
Esto nos enseña a no juzgar a nuestros semejantes.
(Traducido de: Pateric Egyptean, Editura Cartea Ortodoxă, Bucureşti, 2011, p. 405)