Los creyentes no están libres de pecar, de tener problemas o de sufrir
El hombre de Dios enfrenta el devenir de cada día de forma diferente. Hace frente a las tentaciones, sabiendo que Dios las permite para su propia salvación.
Los creyentes no están libres de pecar, de tener problemas o de sufrir. Viven el martirio del arrepentimiento, renacen y reciben el consuelo de Dios Con la Gracia de Dios se sensibilizan, se vuelven indulgentes, piadosos, pacientes, consoladores, compasivos, buenos. Se sienten llenos de un amor que los mueve a orar por todo el mundo. El hombre de Dios enfrenta el devenir de cada día de forma diferente. Hace frente a las tentaciones, sabiendo que Dios las permite para su propia salvación. Dios deja que haya aflicciones en su vida, para educarlo y ayudarle a madurar, fortaleciéndolo cada vez más en esta lucha. Dios permite las pruebas, pero también ayuda a superarlas, como un padre amoroso.
La obtención de la Gracia, que es el propósito principal de nuestra vida, viene al lado de la revelación de Dios en nuestra vida. Tampoco entonces cesan las aflicciones, pero ahora sabemos enfrentarlas con alegría. La Gracia de Dios brota en abundancia sobre esos que saben ser pacientes ante las tribulaciones e infortunios. Todos debemos atravesar nuestro propio Gólgota, para poder alcanzar la Resurrección. Para ser adoptados por Dios debemos luchar y hacernos humildes, ser pacientes y vencer nuestros pecados. Sin esfuerzo, no es posible ninguna victoria espiritual.
En lo que respecta a los ateos, hay que compadecerlos. Caen en la trampa de sus propias ideas. No tienen ningún auxilio y tampoco ningún consuelo. Muchas veces tienen la oportunidad de despertarse y volver al camino correcto. A veces lo logran, otras, no. Es el problema de la libertad del individuo. ¡Qué gracia y qué alegría se pierden los que se alejan de Dios! Desde luego, también quienes viven superficialmente en la Iglesia pierden el tiempo en vano. Un ateo convencido, ante la repentina muerte de su padre, se conmovió y espabiló. Dice que empezó a orar por su padre, a pensar en la vida eterna, a creer nuevamente. El recuerdo de la muerte, que nunca más abandonó, se convirtió para él, al principio, en motivo de desesperanza y rebeldía. Ahora, sin embargo, aquello se transformó en dulzura.
Alejarse de Dios no satisface ni alegra, finalmente, al hombre. Cree que con su indiferencia y su autodenominada “libertad” gana algo y es capaz de ser feliz. Se engaña. Felices son los hijos de Dios, los simples, los humildes, los puros, los que se arrepienten, los auténticos, los sinceros. Sentir tu calidad de pecador, al orar, es lo más bello, lo mejor. El temor de Dios se convierte en el amor más sólido. La mente desciende al corazón y el alma se llena de dulzura y luz.
Muchas veces pienso en esos que fueron bautizados como cristianos ortodoxos, pero que nunca sintieron nada, porque nadie les habló de Cristo y tampoco pudieron conocerlo. Pienso, aún más, en esos a los que Dios ha ayudado de distintas formas y, aún así, no se han arrepentido con sinceridad. Me entristezco por esos que le prometen cosas a Dios. Me entristezco por los cristianos sin Cristo. Me emociona profundamente, no obstante, la paciencia, la tolerancia, el amor paterno, la nobleza y la delicadeza de Dios para con todos, sin obligar a nadie, sin amenazar, sin vengarse, sin castigar. ¡Señor, perdona nuestra indiferencia y ten piedad de nuestra necedad! ¡Ten piedad de nosotros, por Tu inmensa misericordia! Amén.
(Traducido de. Moise Aghioritul, Pathoktonia[Omorârea patimilor], Ed. Εν πλω, Atena, 2011)