Los frutos del sufrimiento
La experiencia espiritual del dolor nos lleva a resolver grandes problemas, guiándonos de la oscuridad a la luz.
Las cosas más bellas se juntan con dolor, pero después ese dolor trae consigo la alegría. La rosa saca espinas, y estas, al final, flores. Usualmente, el arcoíris aparece después de que llueve, y el cielo estrellado es precedido por potentes tormentas. El discernimiento de la fe y la filosofía cristianas, ayudado por la inspiración, tiene la capacidad de ir más allá de los simples fenómenos. Por medio del sufrimiento, ve a la alegría y la esperanza como una victoria de Cristo, la cual brotó del dolor de la Pasión y la Cruz.
Las estatuas más espléndidas han sido creadas a base de innumerables golpes de martillo, y las almas más excelsas deben su grandeza a los duros golpes del sufrimiento. Los ornamentos de oro deben pasar primero por el fuego del horno. El sufrimiento transforma la existencia humana, porque es el fuego, el horno que quema y derrite, es ventisca y tormenta. “Mis entrañas y el mar jamás se calman”, dice Salomón. Hay momentos en los que las pruebas vienen una tras otra, o todas juntas, y nuestra cruz nos parece muy pesada, justo cuando la cuesta del camino se ve más empinada. El alma se siente tan recargada, que le parece que en cualquier momento terminará cediendo ante tanto peso. Todo parece negro, oscuro… no se ve ninguna luz, ninguna salida. San Gregorio el Teólogo dice: “Lo bueno se ha ido, en tanto que lo que queda es inclemente y provocador; viajamos de noche y no vemos ningún faro a la distancia. Hasta nos parece que Cristo duerme”.
Los sufrimientos de la vida son cuchillos y espinas que desgarran sin piedad, que atraviesan los corazones y los paralizan hasta secarlos. Lo que queda en esos momentos es el clamor, que, como un dolor suplicante, dirigimos a Dios: “Apiádate de mí, Señor, (…) mi alma está muy angustiada, (...) desfallezco entre suspiros, (...) mi corazón se derrite en mí como la cera. (...) Ten piedad de mí, Señor, porque estoy atribulado, (...) mi vida se me va con dolor y mis años se pierden entre sollozos, (...) parezco un muerto, (…) mis lágrimas son el pan de cada día y cada noche, (…) porque mi alma suspira dentro de mí con pesadumbre” (Salmos).
El hombre es el rey de la creación, pero su corona está hecha de espinas. Su andar por esta vida a veces es canto y gozo, y otras, las más, es un triste deambular, agobiado y sin poder detenerse.
El problema del sufrimiento es grande y eterno; en él han pensado filósofos, sociólogos, psicólogos y muchos otros. La respuesta más auténtica a esta cuestión la da el cristianismo, la fe, la ley de Dios. Y es una respuesta doble. Teológicamente, el sufrimiento es consecuencia de la caída, como todos los demás males, el corolario de una mala utilización de la libertad. Es el fruto de la desobediencia. Moralmente, es motivo y medio para la virtud y la perfección. “Siempre honraré a Dios”, dice San Gregorio el Teólogo, “con todas las contrariedades que Él permite que enfrente. El dolor, para mí, es el medicamento de la salvación”.
San Basilio el Grande dice. “Ya que Dios nos prepara la corona de Su Reino, el sufrimiento tiene que ser un pretexto para la virtud”.
San Juan Climaco nos dice, por su parte: “Las aflicciones nos acercan a Dios. Así, cuando pensemos en los frutos eternos del dolor, dejaremos de perturbarnos”.
El Santo Apóstol Pablo, quien tanto sufrió, nos enseña que Dios permite que nosotros, los hombres, suframos tribulaciones, “Dios nos corrige para nuestro bien, a fin de comunicarnos Su santidad” (Hebreos 12, 10).
Dios tiene miles de formas de hacerte ver Su amor. Cristo puede transformar la infelicidad en un melodioso cántico de glorificación. “Vuestra tristeza traerá alegría”, dijo el Señor (Juan 16, 6). El que lucha, vence, porque en el “mercado” del Cielo las cosas no son baratas. Los momentos de sufrimiento y de sacrificio son también de bendición, porque junto a cada cruz se halla también una resurrección. ¿Y qué si ahora tenemos que sufrir y llorar sin cesar, sabiendo que “nuestra angustia, que es leve y pasajera, nos prepara una gloria eterna, que supera toda medida” (II Corintios 4, 17)? El hombre de sufrimiento es el mejor atleta de la vida, con una gloriosa victoria que será recompensada con creces, con premios eternos: “Lo que nadie vio ni oyó y ni siquiera pudo pensar, es lo que Dios preparó para los que lo aman.” (I Corintios 2, 9). El que acepta y enfrenta el dolor con el prisma de la eternidad, es desde ya un vencedor, un elegido, quien, con su fe firme en Dios, ha alcanzado la felicidad, ha gustado de la bondad del Señor y es candidato a ser coronado. Por eso, puede repetir el grito victorioso del Apóstol Pablo: “He combatido el buen combate, he concluido mi carrera, he conservado la fe; sólo me queda recibir la corona merecida, que en el último día me dará el Señor, Justo Juez; y no sólo a mí, sino también a todos los que esperan con amor su venida.” (II Timoteo 4, 7-8). Con semejante vida espiritual, superar el sufrimiento y transformarlo en alegría sanadora se convierte en realidad. Esta transformación solo la puede obrar el poder de Dios, que para el hombre racional parece una locura, pero es algo completamente natural para el hombre de fe. Ese volver, que para el ateo existencialista sigue siendo un problema sin solución o una simple figuración, para el hombre de fe es un milagro que Dios puede obrar. La experiencia espiritual del dolor nos lleva a resolver grandes problemas, guiándonos de la oscuridad a la luz.
En consecuencia, es nuestra obligación aceptar el sufrimiento que viene a nosotros, asumiéndolo como una bendición de Dios. El grano de trigo es cubierto y se pudre en la tierra, pero solo así puede dar frutos de vida. La cosecha del sufrimiento es rica y bendecida. La bendición de Dios para el huerto de nuestras lágrimas es muy grande y la viven solamente aquellos que verdaderamente creen en el carisma del discernimiento.
Que la Gracia de Dios esté con aquellos que han pasado por el horno de muchos sufrimientos, ayudados por el poder y el conocimiento divino. A ellos les espera un descanso sin fin, eterno y felicísimo en Dios. ¡Amén!
(Traducido de: Ne vorbește Strarețul Efrem Filotheitul. Meșteșugul mântuirii, Editura Egumenița, pp. 312-315)