Palabras de espiritualidad

¡No les cerremos a los jóvenes las puertas del encuentro con Cristo!

    • Foto: Stefan Cojocariu

      Foto: Stefan Cojocariu

¿Acaso somos capaces de recibir a los jóvenes en la Iglesia tal cual son? ¡No, no lo creo! Cuando veo ese sello donde escribe IC. XC. NI. KA., me acuerdo del Sello del Espíritu Santo que vi nítidamente en el rostro de aquel joven.

Durante varios días, mantuve esta pregunta moliéndose en la aceña de mi mente (estamos hablando de un molino que ya tiene 38 años y empieza a rechinar en varias partes… ¡pero podría decirse que aún funciona!). ¿Cuál fue el resultado? ¡Una harina de ideas!

“Podría hacer un prosforon”, pensé. “Me faltan algunas lágrimas saladas y un trocito de corazón, para leudar toda la masa (sé bien que el Liturgikon habla de ciertos requerimientos de calidad en lo que respecta al prosforon, pero espero no ser juzgado con severidad… ¡Es la única materia prima que tengo a mano!) ”.

“¿Me falta algo más? ¡Ah, sí! El sello, que hace que podamos diferenciar el prosforon del pan común...”. ¡Y qué recuerdo me vino a la mente, en relación con el sello...!

Cuando apenas estaba empezando mi andadura como sacerdote, había una persona que me ayudaba en el altar durante los oficios litúrgicos. Era un hombre de mediana edad, cuya actitud daba a entender que era muy devoto; de hecho, visitaba el Santo Monte Athos unas cinco o seis veces al año. Me ayudaba en el altar y me hablaba siempre de su anhelo de santificar su vida:

—Si no tuviera esposa e hijos, créame, padre, ahora mismo me iba a un monasterio para hacerme monje y vivir en paz el resto de mis días, allí 

—¿Pero qué dice usted? ¿Y quién me ayudaría a mí en altar, si usted se va a un monasterio? —le respondí yo con una sonrisa.

—¡Por favor, padre! ¡El hombre de fe solamente tiene que pedirle al Señor, y Él le enviará un ángel del cielo para que le ayude! ¡Eso fue lo que me dijo un monje el año pasado!

—¡Vaya! ¡Y yo que ya me acostumbré a tenerlo a usted como asistente! —le dije yo, mientras le tocaba amistosamente el hombro, y ambos nos echamos a reír alegremente.

Una noche, al terminar de confesar a varios fieles, cuando me preparaba para cerrar las puertas de la iglesia e irme a casa, entró un joven alto y muy delgado, con el rostro pálido y los brazos llenos de tatuajes. Lo seguí con la mirada y vi cómo se postraba de rodillas en el rincón más retirado del templo. Inmediatamente noté que había un gran sufrimiento en él, y me le acerqué:

—¡No se preocupe, padre, no voy a quedarme mucho tiempo! Solamente vine porque necesitaba, no sé, sentía que debía estar aquí...

—¿Necesitabas?

—Sí, de alguna manera. Estoy enfrentando una situación muy delicada... De hecho, toda mi vida ha sido y es una situación delicada. ¡Pero no quiero robarle su tiempo!

—No te preocupes... en este lugar, el tiempo se entrelaza con la eternidad. ¡Si deseas que hablemos, me pongo a tu disposición para escucharte!

—Yo... Sí, padre... no sé qué decir, cómo empezar...

—¡Eres libre de empezar con lo que quieras!

—No, padre... ¡no soy libre! Tengo unos remordimientos terribles por todo lo que ha sucedido en mi vida. Un amigo mío italiano se arrojó frente a un tren hace dos semanas... Tal vez usted lo leyó en las noticias. Yo tenía que haberme arrojado con él... pero no tuve el valor suficiente... Algo en mí me dijo que no lo hiciera... una voz interior que...

Y siguió la confesión más sincera que he escuchado jamás. Al terminar, ambos estábamos de rodillas, frente al ícono de la Madre del Señor, llorando profusamente. Desde ese momento, empezó a asistir a todos los oficios litúrgicos y, al poco tiempo, le propuse que viniera a ayudarme al altar.

Un día, aquel señor que me ayudaba me dijo:

—¡Padre, no sé si está permitido que cualquier vagabundo entre al Santo Altar! ¿Ya vio qué tatuajes tan feos tiene en los brazos?  ¡Y ese peinado que tiene no es muy “ortodoxo” que digamos…! ¡Yo solo digo…!

—Sí, he visto todas esas cosas. ¡Pero también he visto que detrás de esos tatuajes hay un alma que añora estar con Dios! En lo que respecta al peinado del chico, ¿no será que usted siente envidia porque ya no tiene el cabello suficiente como para hacerse uno igual?

—¡No, padre, no es cosa de bromas! Yo mismo he notado que la gente ha empezado a murmurar entre sí... ¡Espero que no tenga problemas por haberle dado tantos privilegios a ese muchacho! ¡Solo eso quería decirle…! Además, como usted puede ver, yo mismo puedo hacerme cargo de todas las tareas en el altar, sin necesidad de invitar a ninguno de esos jóvenes que se la pasan susurrando durante la Liturgia, completamente distraídos. ¡Cuánto he pecado con mi mente, padre, desde que trajo a ese chico para que le ayudara!

Más o menos un mes más tarde, el muchacho desapareció. En una hoja de papel, entre las que tenemos en una mesa para que los fieles escriban sus peticiones, encontré este último mensaje: 

«¡Gracias por ser un sacerdote tan bueno! Le agradezco inmensamente todo lo que hizo por mí (me gustó mucho eso de “¡hagamos juntos un ejercicio de Paraíso!”😊). El señor que le ayuda en la iglesia me dijo que mi presencia en el altar le estaba causando problemas a usted con toda la comunidad, y que, por mi culpa, hasta podrían quitarle la parroquia. ¡Usted es la última persona a la que querría causarle daño en esta vida! Mis padres se reconciliaron y vamos a irnos a vivir juntos en Roma. Perdóneme por no haberle pedido que me bendijera antes de irme, ¡pero es que no me gustan las despedidas! ¡Infinitas gracias por todo, y siga orando para que nunca más vuelva a perder a Cristo!»

***

Unos días más tarde, mi asistente de siempre vino corriendo a mi encuentro, y me dijo

—¡Padre, este es el sello para prosforon que le había dicho! ¡Calidad superior del Santo Monte Athos! ¡Mire lo que dice! ¡Qué letra tan clara y hermosa! ¡Imposible encontrar algo así en nuestros días! ¡Y ni le digo cuánto me costó!

Le sonreí y, volviendo al altar, me senté y me puse a llorar… ¿Acaso somos capaces de recibir a los jóvenes en la Iglesia tal cual son? ¡No, no lo creo! Cuando veo ese sello donde escribe IC. XC. NI. KA., me acuerdo del Sello del Espíritu Santo que vi nítidamente en el rostro de aquel joven, y en mi alma siento que nace la esperanza de que Cristo terminará venciendo esa debilidad tan nuestra… ¡algún día!

Pr. Valeriu Andrei Grosu (Parroquia  de los Santos Mártires Eulampio y Eulampia, Collegno, Italia)