Palabras de espiritualidad

Nuestra actitud ante la idea de morir

    • Foto. Silviu Cluci

      Foto. Silviu Cluci

Cuando el Santo Apóstol Pablo dice: “Pues para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia. (...) Deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor” (Filipenses 1, 21-23), manifiesta una actitud completamente positiva sobre la muerte.

Todos nosotros, por experiencia propia o por la de otros, le tememos a la muerte y solemos nutrir una cierta incertidumbre con respecto a todo lo que ella representa. Con más exactitud, creo que le tememos más al proceso de la muerte que al acto mismo de morir. La mayoría de personas estarían dispuestas a aceptar la muerte, si tuvieran la certeza de que esta viene como un sueño, sin la necesidad de pasar por ese terrible estado de temor e inseguridad. Ciertamente, hay algo engañoso y confuso en relación con la muerte. Muchas personas suelen utilizar la expresión: “¡Cómo quisiera haber muerto en ese momento!” cuando enfrentan alguna situación embarazosa o aflictiva. Esto es como decir: “¡Cuánto quisiera librarme de toda responsabilidad ante mí y ante Dios, o ante cualquier otra persona! ¡Cómo desearía poder regresar a la condición de niño, cuando no se me pedía ser responsable y cuando simplemente podía dedicarme a jugar todo el tiempo!”.

Muchos preferirían jugar con la vida en vez de vivirla, implicándose en ella y asumiéndola. Como consecuencia hay una fascinación con la muerte entendida como la liberación de una carga y de la responsabilidad ante la vida. Sin embargo, en este caso tendríamos que ver la muerte como un enemigo, que nos engaña para que le demos la espalda a todo lo que nos ofrece la vida. Cuando alguien dice: “¡Yo no le temo a la muerte!”, tendríamos que preguntarle si la aceptación o incluso el deseo de morir no esconde un cierto temor a la vida. “Le temo a la vida, por eso quisiera librarme de ella a cualquier precio”. Es algo así como reconocer: “¡Si pudiera acostarme y dormir hasta no despertarme más! ¡Si tan sólo pudiera dejar a otro a cargo de mis responsabilidades, para que arreglara lo que no he hecho o lo que he hecho mal!”.

No deberíamos ser “románticos” en nuestra actitud ante la muerte. Si dirigimos nuestra mirada a los santos, descubriremos en ellos una actitud completamente distinta ante la muerte. Su amor a la muerte no tenía como fundamento el temor a la vida. Cuando el Santo Apóstol Pablo dice: “Pues para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia. (...) Deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor” (Filipenses 1, 21-23), manifiesta una actitud completamente positiva sobre la muerte. Con estas palabras, el Apóstol nos muestra a la muerte como una puerta que se abre a la eternidad, para encontrarse frente a frente con el Señor, Quien es todo su amor y su vida. Pero esto no es algo que pueda realizarse como cualquier otra cosa que anhelamos... Es mucho más que eso. Para que la añoremos, para que anhelemos la cercanía de la muerte y la consideremos como la coronación de la vida, como un crecimiento a la infinita dimensión de la eternidad (para utilizar una expresión de San Máximo el Confesor), debemos tener la experiencia de la vida eterna aquí y ahora. No debemos pensar en la vida eterna como una felicidad que habrá de venir con el tiempo. Los Apóstoles perdieron todo temor cuando ellos mismos se hicieron, aquí y ahora, partícipes de la vida eterna. Cuando aún no habían recibido el testimonio de la Resurrección de Cristo —ya que todavía no habían recibido el Espíritu—, le temían a la muerte y se aferraban con temor a su vida terrenal. 

Pero, en el momento en el que se les reveló la vida eterna, el temor de perder su vida terrenal desapareció, porque sabían que el odio, la persecución y el asesinato no podían sino librarlos de las limitaciones de esta vida, abriéndoles el camino a las inmensas profundidades de la vida eterna. Y esta vida eterna era conocida como una experiencia del presente, y no solamente como un acto de fe. Lo mismo puede decirse de los mártires. Estaban preparados para ofrendar su vida, habiendo alcanzado la libertad suprema de la entrega total, porque conocían la vida eterna y precisamente habían entrado, de alguna manera, en ella.

(Traducido de: Mitropolitul Antonie al Surojului, Viața, boala, moartea, Editura Sfântul Siluan, 2010, pp. 142-144)