Nuestro propósito esencial
La Iglesia Ortodoxa, nuestra madre, le concede una importancia especial a la santidad, a la unidad y a la autenticidad de la persona humana. Hallándonos en el seno de la Iglesia, no nos movemos de forma impersonal y sin propósito alguno.
El libre albedrío, la voluntad misma y la determinación para actuar son cosas fundamentales en la vida espiritual. Si me permiten decirlo así, Dios tiene una “debilidad”. ¿Cuál? No puede imponerse, ni cerrarle la boca, ni dominar u oprimir a Su criatura. Él Mismo le concedió el libre albedrío, incluso la posibilidad de renegarle. En consecuencia, tampoco puede obligar al hombre a amarlo. De esta manera, el hombre es llamado a sensibilizarse, a experimentar la compunción del corazón, a arrepentirse, honrando y amando a Aquel que le amó primero. Es un hecho conocido que no sabemos utilizar la libertad que Dios nos otorgó. Empezamos algo y, al poco tiempo, lo vamos postergando, o renunciamos totalmente a ello. Nos da miedo confiarle nuestra vida entera a Dios, para que Él haga lo que quiera con ella. Hasta nuestros movimientos, en relación con este aspecto, están llenos de vacilaciones, luego de pensarlo o planificarlo mucho. Nos dejamos distraer por las moratorias que nos causan los demonios.
Es el momento de ser conscientes de esas dilaciones, de esas dudas que no nos son de ninguna utilidad. Si en verdad amo a Dios, inmediatamente tengo que arrepentirme de mis faltas. La Iglesia Ortodoxa, nuestra madre, le concede una importancia especial a la santidad, a la unidad y a la autenticidad de la persona humana. Hallándonos en el seno de la Iglesia, no nos movemos de forma impersonal y sin propósito alguno. Cada hombre es una personalidad distinta, que es capaz de unirse con el Espíritu Santo. El hombre puede llegar a ser dios, tal como Dios se hizo hombre. Sólo así el hombre puede realizarse, sólo así puede encontrar el equilibrio, sosegarse y llenarse de paz.
En consecuencia, el hombre, y con mayor razón, el cristiano, no puede vivir en vano, o para algo demasiado ínfimo y pasajero. Si hiciéramos una encuesta, con la pregunta: “¿Para qué vives?”, ¿qué nos responderían los demás? “Para tener un buen salario”, “Para ganarme un buen puesto de trabajo”, “Para tener una casa más grande”, “Para poder comprarme una casa de verano en la provincia”, “Para poder pagar un vehículo nuevo”. Pero ¿vale la pena vivir para esas cosas que degradan al hombre, lo subestiman, lo corrompen, lo descomponen y lo llevan a la perdición? ¿Incluso, por un diploma, un puesto de director o una buena inversión? No, no podemos vivir para eso. No merece la pena vivir y existir para esas cosas. Dios nos trajo al mundo para algo más excelso, más importante, más valioso.
El propósito de nuestra vida es solamente uno: la obtención del Espíritu Santo. Y este objetivo vale todo nuestro esfuerzo y nuestra lueha; debemos buscarlo, hay que anhelarlo. El problema es que solemos distraernos y olvidar ese propósito, por causa de las miles de preocupaciones de cada día, descuidando lo que es más importante y esencial, esa finalidad que podría iluminarnos y hacernos libres.
(Traducido de: Moise Aghioritul, Pathoktonia [Omorârea patimilor], Ed. Εν πλω, Atena, 2011)