“¿Orgulloso yo? ¡Para nada!”
El orgullo es hacernos insolentes ante Dios, aunque “el que se halla sometido a la soberbia necesita urgentemente de Dios, porque nadie más podría ayudarle a librarse de ella”
Llenándose de fuerza, la vanagloria engendra el orgullo.
El orgullo es la exagerada confianza en uno mismo, rechazando todo lo que “no es mío”. Es, además, fuente de la ira, de la crueldad y la maldad, y rechazo del auxilio divino. En pocas palabras, es una “fortaleza diabólica”, un “muro de cobre” entre nosotros y Dios, como decía el anciano Pimeno. El orgullo es la enmistad con Dios e inicio de todo pecado —sabiendo que cada pecado significa abandonarte voluntariamente a tus pasiones—, porque infringes conscientemente la ley divina. El orgullo es hacernos insolentes ante Dios, aunque “el que se halla sometido a la soberbia necesita urgentemente de Dios, porque nadie más podría ayudarle a librarse de ella” (Escala).
Pero ¿de dónde proviene esta pasión? ¿Cómo empieza? ¿Con qué se alimenta? ¿Qué niveles alcanza en su desarrollo? ¿Cómo podemos reconocerla?
Este último problema es especialmente importante, porque el orgulloso suele ser incapaz de ver su propio pecado. Un anciano muy virtuoso aconsejaba a un monje para que no cayera en el orgullo; este, sin embargo, cegado por su propia mente, le respondió: “Perdóneme, padre, pero el orgullo no es algo de lo que yo padezca”. Entonces, el anciano dijo: “¿De qué otra forma podrías haber demostrado más claramente tu orgullo, hijo, sino con esa respuesta?”.
En todo caso, si al hombre le resulta difícil pedír perdón, si suele enfadarse rápidamente, si sospecha siempre de los demás, si recuerda el mal sufrido y condena a los otros, debe saber que todas esas son las señales del orgullo que hay en su interior.
Escribe San Simeón el Nuevo Teólogo: “Aquel que, cuando alguien le ofende o le enfada, siente que le duele en el corazón, debe saber que en su interior crece la vieja víbora (del orgullo). Al contrario, si empieza a soportar en silencio las ofensas de los demás, logrará debilitar esa alimaña. Pero, si se opone con amargura y habla con insolencia, le estará dando a la víbora la posibilidad de derramar su veneno en su corazón y carcomerlo interiormente sin piedad”.
En su Prédica contra los paganos, San Atanasio el Grande dice: “Los hombres han caído en la soberbia, prefiriendo la autocontemplación en vez de la contemplación de lo divino”. En esta breve definición se halla contenida la esencia misma del orgullo: el hombre, que hasta entonces tenía como centro y objeto de sus deseos a Dios, le ha vuelto la espalda, cayendo en la soberbia, deseándose y amándose a sí mismo mucho más que a Dios, eligiendo contemplarse a sí mismo en vez de contemplar las cosas de Dios.
(Traducido de: Cum să biruim mândria, traducere din limba rusă de Adrian Tănăsescu-Vlas, Editura Sophia, București, 2010, pp. 51-52)