Para entender el sufrimiento
Luego de dos mil años de cristianismo, pareciera que todavía no podemos aceptar y vivir esas inspiradas palabras de Salomón, pronunciadas casi mil años antes de Cristo: “No desprecies, hijo mío, la corrección del Señor y no te enfades por su reprensión, porque el Señor reprende al que ama, como un padre al hijo querido” (Proverbios 3, 11-12).
Hay momentos en los que las tentaciones vienen una tras otra. No te has terminado de reponer de una, cuando viene otra. Y hay veces en las que eres atacado incluso por medio de aquellos que te rodean. Como cuando alguien te atribuye—con malicia o sin ella— toda clase de afirmaciones que jamás hiciste o decisiones que nunca tomaste. O cuando tus palabras son tergiversadas o tus buenas intenciones distorsionadas. O cuando surge cualquier clase de situaciones en las que te ves realmente impotente. Porque no dependen de ti, porque no eres tú quien las provoca, pero igualmente te afectan.
Hay momentos en los que ves cómo lo que has construido con gran esfuerzo puede terminar derruido en un solo día. Cuando aquellos a quienes has ayudado te vuelven la espalda o hasta se convierten en tus enemigos. Cuando las tribulaciones se acumulan por todas partes y pareciera que no hay de dónde pueda venir un poco de auxilio para ti.
Seguramente cada uno de nosotros ha vivido una situación semejante, al menos una vez en la vida, así fuera de forma parcial. ¿Por qué suceden esas cosas, cuál es su propósito?
Humanamente, intentar explicarlas sería infructuoso. Te rebelas, te desesperas, te derrumbas. Cuando sabes que te equivocaste, puedes soportar un golpe más, sobre todo de parte de esa persona a la que ofendiste. Pero ¿qué pasa cuando no hay nada que te reproche tu conciencia? Cuando, al contrario, sabes bien lo que hiciste; cuando, en la medida de tus posibilidades, ayudaste con toda el alma a los demás. Con toda el alma. Cuando es así, te resulta imposible soportar los golpes. Te defiendes o te entristeces, te justificas y te lamentas, o te encierras en ti mismo. De cualquier manera, no puedes estar en paz y no hay nada que te consuele.
Y, sin embargo, nada de eso es casualidad. Todo está en las manos de Dios: “¿No se venden dos pájaros por unos cuartos? Y, sin embargo, ninguno de ellos cae en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de la cabeza están contados” (Mateo 10, 29-30). Dios, Quien conoce cada uno de mis cabellos, cosa verdaderamente imposible para mí mismo, ¿cómo no habría de conocer todo lo que me sucede? Y si lo sabe, ¿por qué lo permite? Especialmente cuando se trata de soportar injusticias...
Una primera explicación por parte de la Iglesia es que sufrimos por nuestros pecados. Y tal clase de sufrimiento nos resulta muy útil para transformar lo que no está bien en nuestra vida. Si tanto me duele lo que me hace mi semejante, es que ahí hay una relación enfermiza, o es que soy dependiente del aprecio, el amor y la gratitud de ciertas personas. Y lo mejor para mí es romper ese vínculo tan anómalo. Necesito sacudir toda ilusión de mi cabeza y renunciar a cualquier expectativa inútil.
El bien que hago esperando que me lo agradezcan —o al menos una actitud afable por parte del otro—, manifiesta nuevamente una actitud errada. Cuando haces algo por amor, no tienes ninguna expectativa. El amor no es una cuestión comercial. No das para recibir. El verdadero amor “perdura a pesar de todo, lo cree todo, lo espera todo y lo soporta todo” (I Corintios 13, 7). Así pues, los pesares que me toca enfrentar constituyen un gran auxilio para aprender lo que es el verdadero amor. O, al menos, para no seguir haciéndome la ilusión de que somos hombres amorosos, que hacemos el bien. Ese “bien que también está bien hecho”.
Pero ¿qué pasa cuando en verdad sufrimos injustamente toda clase de situaciones, acusaciones, palabras injuriosas? ¿O incluso la humillación pública?
También aquí hay dos explicaciones posibles. Puede que suframos por cosas que nosotros no hemos hecho injustamente, porque Dios elige —o no— reprendernos por cosas que en verdad hemos hecho mal. De manera que, aunque nos parezca injusto lo que sufrimos, tenemos que examinar nuestra conciencia y encontrar esas cosas por las que, con toda razón, podríamos merecer una amonestación (pública), pero que Dios oculta, para que podamos arrepentirnos de ellas en silencio. Él sabe que no somos capaces soportar tal vergüenza.
Y la segunda explicación es que, incluso en el caso en el que no tenemos nada agobiando nuestra conciencia (pero ¿hay alguien que guarde tal grado de pureza?), Dios permite la tentación, para que podamos recibir Su Gracia en toda su plenitud. Porque no hay un corazón más receptivo a obtener la Gracia perfectamente, que aquel que sufre de forma totalmente injusta. Ese sufrimiento hace que el hombre lleve a su máxima expresión la semejanza con Cristo, juzgado y crucificado injustamente, siendo absolutamente inocente.
Luego de dos mil años de cristianismo, pareciera que todavía no podemos aceptar y vivir esas inspiradas palabras de Salomón, pronunciadas casi mil años antes de Cristo: “No desprecies, hijo mío, la corrección del Señor y no te enfades por su reprensión, porque el Señor reprende al que ama, como un padre al hijo querido” (Proverbios 3, 11-12). ¿Cuántos de nosotros creemos en estas palabras que son retomadas por el Santo Apóstol Pablo en su Carta a los Hebreos (Hebreos 12, 5-6)?
Cuando te sientas golpeado, es que eres amado. Puedes sufrir por causa de un golpe (¡real!) y dejarte caer en el dolor, como si fuera un infierno sin fin. O puedes elegir ver el amor de Dios en el fondo de todo, más allá o incluso desde ese dolor. Finalmente, se trata de elegir. Lo que está claro es que no hay víctimas en esto. A lo sumo, cada uno puede ser su propio verdugo. O, al contrario, puede elegir la cruz que le ha sido asignada. Pero, atención, que a la cruz se sube desde el amor y no por odio a los demás.