Palabras de espiritualidad

Para llevar una vida sencilla y cercana a Dios

  • Foto: Adrián Sarbu

    Foto: Adrián Sarbu

San Antonio nos enseña que nuestra única esperanza para librarnos de las trampas de este mundo, que tanto busca someternos, radica en una sola cosa: la humildad al seguir a Cristo.

Hace más de mil quinientos años, San Antonio el Grande dijo: “Vendrá un día en el que los hombres se volverán dementes. Y cuando vean a uno que es juicioso, se alzarán en su contra, diciendo: ¡Estás loco!, por no ser como ellos”.

Ese tiempo que previó San Antonio perfectamente podría ser el nuestro, o al menos se está acercando a pasos agigantados. Y, por lo aprendido, sabemos bien qué es lo que debemos hacer. El mismo San Antonio, junto con todos los santos, nos lo dijo. Si pudiera, les ordenaría que leyeran las treinta y ocho sentencias de San Antonio, en los Apotegmas de los Padres del desierto. Todo lo que debemos saber para poder vivir se halla escrito allí, para nosotros, de forma clara y sencilla.

El anciano Antonio nos recomienda, en primer lugar, que cuando nos veamos atrapados por pensamientos obsesivos y nos sintamos agobiados por un sentimiento de absurdidad y vacío, provenientes de este mundo de pecado, lo que debemos hacer es simplemente continuar con nuestras labores y orar con fervor, con una devoción sincera y humildad. Debemos estar atentos a nosotros mismos y atender lo que requiere de nuestro cuidado. Sigamos con lo que estábamos haciendo y dejemos que Dios —y los demás— también hagan lo suyo.

También dice San Antonio que, sin importar quiénes seamos, tendríamos que mantener siempre a Dios ante nuestros ojos. Y que, hagamos lo que hagamos, tendríamos que dar siempre testimonio de lo que aparece en la Biblia, y no renunciar fácilmente al lugar en donde estamos.

También dice, junto con su amigo, el abbá Pamvo, que no debemos confiar en nuestra propia razón, que no es bueno dejarse intranquilizar por el pasado, y que debemos vigilar nuestra boca y nuestro vientre. Nos exhorta, además, a ser responsables de nuestro propio comportamiento y a esperar ser tentados con crudeza, hasta que entreguemos el alma. Asimismo, dice que no es posible alcanzar la salvación si no soportamos las pruebas y las tentaciones, y que, si no somos acendrados, no podríamos sanar, mucho menos ser iluminados y alcanzar la perfección. Dice San Antonio que cada uno de nosotros tiene su propia vida, con sus propios rasgos y cualidades, que no hay dos personas iguales, y que cada uno de nosotros debe ser la persona que Dios creó, sin importar el dónde, el cuándo, el con quién, el de quién, ni el cómo, de acuerdo a Su insondable Providencia.

San Antonio nos recuerda, asimismo, como todos los santos, que tanto nuestra vida como nuestra muerte comienzan y terminan con nuestro hermano. E insiste sobre el hecho de que, si “nos ganamos” a nuestro semejante, “nos estamos ganando” también a Dios, y que si hacemos que nuestro hermano caiga en tentación, estaremos pecando en contra de Cristo. Afirma que toda nuestra denodada disciplina —incluso nuestro nivel académico—, son medios para alcanzar un fin, y no un propósito en sí mismos. El propósito es el discernimiento y el divino conocimiento, por medio del cumplimiento de Sus mandamientos, de los cuales el más grande es del del Amor. Y nos enseña que nuestra única esperanza para librarnos de las trampas de este mundo, que tanto busca someternos, radica en una sola cosa: la humildad al seguir a Cristo.