¡Qué cosa tan terrible el ser avaros!
Si no acumulas, recibes la bendición de Dios. Cuando das bendición, recibes bendición. La bendición trae más bendición.
Padre, conozco dos hermanos, de los cuales el pequeño es muy piadoso, pero el mayor no.
—Que los padres le enseñen al mayor a dar. Si aprende a practicar dicha virtud, recibirá una retribución más grande que el pequeño, que ya es piadoso por naturaleza, y se hará más bueno que él.
¿Cómo podemos lograr que nuestro corazón se abra y aprenda a ser generoso?
—¿Qué, eres un avaro? ¡Si es así, vete de aquí! En el monasterio, cuando trabajas en el comedor, recibes la bendición de tu superior para dar a los demás. ¿No ves cómo nos colma el Señor con Sus bondades? Si la persona no aprende a dar, se volverá mezquina y le costará practicar la generosidad.
El avaricioso es como una alcancía: acumula y acumula, para que vengan otros y se gocen de lo que ha ido juntando. Con esto, el individuo se pierde la alegría de dar y se queda sin recompensa divina. Cierta vez, le dije a un hombre muy adinerado: “¿Por qué atesoras tanto? No tienes ninguna obligación. ¿Qué harás con todo lo que has ido acumulando?”. Y me respondió: “Todo eso se quedará en su lugar cuando yo muera”. Entonces, le dije: “¡Te doy mi bendición para que te lleves todo eso a la otra vida!”. “No, todo eso se quedará aquí”, insistió él. “Si muero, que vengan otros y lo tomen”, agregó. “Pero... todo eso se quedará en su lugar. El propósito es darlo con tus propias manos mientras tengas vida”, le repliqué. No hay peor necio que el avaricioso, que junta y junta, pero que siempre vive de forma precaria, hasta que finalmente termina comprándose el infierno con todos sus ahorros. El avaro está completamente perdido, porque no sabe dar; así, se pierde entre sus cosas materiales, perdiendo también a Cristo. El avaro siempre será objeto de burla para todo el mundo. Recuerdo el caso de un rico hacendado, que tenía no sé cuántas propiedades en distintas localidades y no sé cuántas casas y edificios en Atentas... pero era terriblemente avaro. Una vez ordenó que les sirvieran a sus trabajadores solamente el agua de unas alubias que habían puesto a hervir. Los pobres labriegos trabajaban horas enteras bajo el sol, hasta bien entrado el ocaso. Así, al mediodía, cuando se detuvieron a descansar un poco, aquel hombre los llamó a comer, diciéndoles que se les había preparado un buen caldo de alubias. Pero, cuando los trabajadores se sentaron y metieron el cucharón en la olla para servirse, vieron que de alubias no había nada, sólo el agua. Uno de los trabajadores, que era muy bromista, al ver esto se quitó las botas y los calcetines, y después se subió a la mesa. Cuando los otros le preguntaron qué estaba haciendo, respondió: “Voy a intentar meterme en la olla... ¡puede que encuentre alguna alubia perdida en el fondo!”. ¡Tan mezquino era aquel hombre! Por eso, es mil veces mejor ser desprendido que tacaño.
¿La avaricia es una enfermedad, Padre?
—¡Una muy grande! No hay otra más grande que ella. No digo que no sea bueno ahorrar, pero hay que estar atentos, no sea que el demonio empiece a sembrarnos la semilla de la avaricia.
Padre, hay personas que pasan hambre por mezquinas.
—¿Sólo hambre? Había un comerciante muy rico, que con su navaja cortaba en tres cada cerilla, “para ahorrar”. Me acuerdo también de una señora, muy adinerada, que encendía la chimenea de su casa con un pedazo de cuerda vieja, para no gastar cerillas. ¡Y tenía dos o tres mansiones, terrenos, propiedades!
Insisto, no se trata de malgastar, aunque el que despilfarra al menos da cuando se le pide. Pero, si el hombre es avaro, le dolerá mucho darte algo. Una vez se juntaron dos señoras y se pusieron a hablar de cómo preparar ensaladas, si con vinagre o sin él, etc. Una de ellas insistía en que tenía un vinagre muy bueno. Bien, resulta que algunas semanas después, la otra mujer vino a pedirle un poco de ese vinagre, porque lo necesitaba para preparar unas legumbres. ¿Cuál fue la respuesta que recibió? “¡Si te doy un poco de mi vinagre, me quedaré sin nada al menos unos siete años!”. Es bueno ahorrar, pero también es bueno dar. Ahorrar no significa ser tacaños. Mi padre no era rico. En nuestro pueblo no había hoteles, así que nuestra casa era como uno. Todos los viajeros venían a hospedarse en nuestra casa. Comían, se lavaban los pies y recibían un par de medias limpias.
He visto parroquias con bodegas llenas de candelas, pero no dicen: “Tenemos suficientes, ya no traigan más”. No sólo no las utilizan ni las pueden vender, sino que tampoco las dan a otros. Cuando el hombre empieza a acumular cosas, se “ata” a ellas y ya no es capaz de compartirlas... Al contrario, si empieza a ahorrar, pero también a dar, su corazón se llenará de Cristo, sin siquiera notarlo.
¡¿Cómo es posible que haya una viuda que no puede comprarse un pedazo de tela para vestir a sus hijos, mientras yo sigo acumulando más y más...?! ¿Cómo puedo permitir que esto ocurra? En la cabaña donde vivo no tengo ni platos, ni ollas, sino solamente unas escudillas. Prefiero darle quinientos dracmas a un estudiante para que visite dos o tres monasterios, que comprarme algo para mí. Si no acumulas, recibes la bendición de Dios. Cuando das bendición, recibes bendición. La bendición trae más bendición.
(Traducido de: Cuviosul Paisie Aghioritul, Trezire duhovnicească, Editura Evanghelismos, Bucureşti, 2003, p. 172-174)