¿Qué hacer cuando tenemos enemigos?
No demores en cortar el lazo que te ata a la enemistad. Si no lo haces hoy, mañana será más difícil. Y pasado mañana, aún más tarde.
Si tu semejante ha sido injusto contigo, acuérdate de David. Piensa en la mansedumbre y bondad de este profeta, y ese enojo que te inflama el alma desaparecerá. Dime, ¿por qué razón esa persona se ha enemistado contigo? ¿Te insultó? ¿Te robó algo? ¿Fue injusta contigo? Sea lo que sea que te haya hecho, no demores en cortar el lazo que te ata a la enemistad. Si no lo haces hoy, mañana será más difícil. Y pasado mañana, aún más tarde. Cada día que pase, tu vergüenza seguirá creciendo, lo mismo que la animadversión seguirá enraizándose profundamente en tu corazón.
Alégrame contándome que visitaste a tu enemigo, lo abrazaste con cariño y le besaste la mejilla, mientras las lágrimas salían de tus ojos. Y aunque se tratara de una fiera salvaje, tu conducta le conmoverá el corazón y cambiará. Así, salvándote de pecar, te lo estarás ganando, transformando el odio en amistad y en amor.
No me digas, “Es una persona extraña, mala, imposible de cambiar... por eso, nunca podría ser mi amigo”. Sea como sea, no puede ser peor que Saúl, quien, habiendo sido salvado muchas veces por David, se levantó en contra de éste. Y, aún así, David le volvió a ayudar, aunque esto no le sirvió para nada a Saúl, porque volvió a enfurecerse, buscando matar al profeta una y otra vez. ¿Qué puedes decirme sobre tu enemigo? ¿Que robó algo de tu huerto? ¿Que te robó algún animal? ¿Que se burló de tí? ¿Que te engañó? Aún con todo esto, no intentó quitarte la vida, así como lo intentó muchas veces Saúl con David. Y aunque tu contrario lo hubiera hecho, David sigue estando en ventaja frente a tí, porque él vivía bajo la ley mosaica, que no era perfecta y enseñaba aquello de “ojo por ojo, diente por diente” (Éxodo 21, 24) y, aún así, alcanzó la altura de la sabiduría de la ley evangélica, que enseña que debemos amar a nuestros enemigos, haciendo el bien a quienes nos odian (Lucas 6, 27). Mientras tú muchas veces te llenas de maldad, molesto por lo que tu enemigo te hizo en el pasado, David, sin importarle lo que Saúl podría intentar en contra suya en el futuro, no dejó de ayudarle, salvándolo de muchos peligros. ¿A quién seguía salvando? ¡A ése que buscaba matarle, día sí y día también!
Dime, entonces, ¿qué hizo tu enemigo para enojarte tanto? ¿Por qué no puedes reconciliarte con él?¿Te robó dinero? Pero si tú soportas con paciencia la injusticia sufrida, serás recompensado enormemente por parte de Dios, cual si hubieras repartido ese dinero entre los pobres, porque ayudando a los necesitados o soportando la injusticia, estás realizando la misma acción. ¿Intentó, acaso, matarte? Si le pides a Dios que le perdone sus pecados, considerándolo un benefactor, por tus propios pecados, entonces Dios te verá como a un mártir. Porque, así como sucede en tu caso, Dios no permitió que Saúl matara a David. Así, sobre su cabeza Dios puso muchísimas coronas de martirio, porque aunque era perseguido por uno que quería matarle, él, al contrario, le salvó la vida varias veces. ¿A quién salvó? A ése que nunca dejó de perseguirlo, para asesinarlo. Si consideráramos esas tentativas como acciones consumadas, David fue asesinado miles de veces. Por eso, por cada uno de esos intentos, Dios le dió una corona. Bien podría haber dicho, como el Apóstol Pablo, “¡Muero cada día!” (1 Corintios 15, 31). Tal fue la virtud de David: aunque tuvo la oportunidad de deshacerse de Saúl incontables veces, no quiso mancharse las manos de sangre. Al contrario, eligió sufrir cada día el peligro de morir, que oponerse a la voluntad de Dios.
¿Qué podemos aprender, luego, de la historia de David? Que si no debemos vengarnos de los que hayan intentado quitarnos la vida, mucho menos de quienes nos hagan otro tipo de perjuicios.
(Traducido de Sfântul Ioan Gură de Aur, Problemele vieţii, Editura Egumeniţa, Galaţi, pp. 241-243)